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50 años y 50 puntos después

 




Cincuenta años después, cincuenta puntos después, los Bucks son otra vez campeones. En la capital del estado de la cerveza han sobrado los motivos para que corran las jarras. Como diría Tolstoi en el inicio de Anna Karenina, todos los proyectos perdedores se parecen, pero los ganadores lo son cada uno a su manera. O algo así.

 

El de Milwaukee es un caso paradigmático de estabilidad, ello pese a que el pasado febrero llevaran a cabo movimientos decisivos, especialmente con la incorporación de Jrue Holiday. Y ojo, esta estabilidad va más allá de las caras y los nombres, que, en determinados puestos, como el del primer entrenador y el General Manager, han cambiado en los últimos cinco años, sino en las ideas, pues las bases están sentadas desde, aproximadamente, 2015, cuando los directivos hicieron una apuesta muy clara por atletas de largas extremidades, ideales para practicar una defensa individual de ajustes, con principios (triángulos amplios, cambios de asignación manteniendo posiciones…) y actitudes zonales (abiertos a balón, brazos extendidos) que colapsaría todas las líneas de penetración sin renunciar a molestar las líneas de pase y puntear un alto porcentaje de tiros. 

 




Paradójicamente, es mucho más fácil aplicar cambios, probar estrategias, sobre la base de una estabilidad, sin que las piezas sientan que, al moverse, ponen en riesgo la estabilidad del edificio y su propia supervivencia. No en vano, los de Budenholzer han concebido la temporada regular como un laboratorio o banco de pruebas en el que han puesto en marcha numerosas combinaciones sacrificando un cuantioso número de victorias. Y tal y como ha quedado demostrado, a pesar del regreso de los aficionados a los pabellones, esta puesta a punto ha sido más valiosa que el factor cancha.

 

De estas probaturas ha devenido una variedad estratégica que no ha encontrado parangón en ningún otro equipo de la NBA. Cinco pequeños, tres grandes, alineaciones más ordenadas, variantes en el esquema general de cinco abiertos con colocación de jugadores pequeños en la cercanía del aro, apuestas puntuales y decididas por dominar el rebote ofensivo, alguna que otra zona para ahogar al manejador… Una variedad que ha enriquecido los planes de partido y ha posibilitado llevar ajustes que no hubiera sido posible plantear sin estos ases guardados bajo la manga, entrenados y dominados. Además, esta temporada regular llena de altibajos, en el conocimiento general de la existencia de un plan, ha fortalecido los vínculos entre compañeros y los ha convertido en el equipo mentalmente mejor preparado, mens sana in corpore sano, aunque no haya faltado a su cita la suerte



Y queda hablar de la plantilla, claro. Porque tiene mérito juntar a dos de los cinco mejores defensores de perímetro de la liga. A un siete pies con rango de tiro. Al típico jugador que aporta toda clase de intangibles saliendo desde el banquillo. A la reencarnación mejorada de una hipotética fusión perfecta entre Allan Houston y Reggie Miller, fino y certero como nadie en los momentos decisivos. Y, por supuesto, a Giannis Antetokounmpo, número 15 del draft de 2013, por detrás de tipos entrañables como Olynik o Shabazz Muhammad, una fusión, en este caso, entre Lebron James y Wilt Chamberlain que Budenholzer finalmente ha sabido aprovechar en una posición mixta, interior y exterior, que ni es 3 ni es 4 ni es 5 (aunque esto es lo que más ha sido), que certifica la superación del basket de especialistas al tiempo que da por buena la teoría de Noah Harari sobre el tránsito de Sapiens a Deus, de hombres a dioses. Al menos en su caso. 

 




UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

El lazo eterno





¿Sabes lo que nunca pude entender, entrenador? Por qué abandonaste las clases de lengua inglesa. Es evidente que sientes verdadera pasión por la literatura”. Sus ojos comenzaron a brillar, como cada vez que evocaba un recuerdo feliz. “¿Sabes, Kareem? Mientras estuve en la Marina recibí varias cartas de mis jugadores de baloncesto, pero muy pocas de mis estudiantes de inglés. (…) Eso me hizo pensar que algo relacionado con el deporte, no sé muy bien qué, algo relacionado con la competitividad o la persecución de objetivos comunes, nos hacía estar íntimamente unidos”.

Muerto Dios, asesinado el padre, caídos los ídolos, puesta en duda la razón y relativizado el valor de los símbolos, los seres humanos nos hemos colocado en una difícil situación. Sin embargo, tal y como anunciaba Hemingway, el paso del tiempo no implica que ya no necesitemos héroes: somos adultos, es verdad, pero el camino de la supervivencia es cada vez más arduo.

No es fácil elegirlos. Sobre todo a raíz de descubrir que Gokuh es un personaje de ficción y no quien habría de acudir al rescate del planeta. Y la búsqueda se complica cuando hablamos de deporte y entrenadores en la medida en que la alta competición, con la presión que conlleva, suele poner de relieve la debilidad del espíritu humano, sus conflictos internos, los automatismos aprendidos, sus decisiones inconscientes. Es más, el proceso mismo de entrenar parece exigir, muchas veces, un histrionismo perfectamente ensayado que no es siempre distinguible de una pérdida de control o descarrilamiento emocional, que desacredita la bondad de la profesión.

También John Wooden, el referente al que sigo cuando miro a los ojos a los jugadores y pienso en liderazgo y ejemplaridad moral, cometió errores en sus inicios. Los revela Kareem Abdul Jabbar en el libro que le ha dedicado a su entrenador, un ensayo de base autobiográfica que, si bien adopta la fórmula del top ventas norteamericano, en el contenido recuerda, salvadas las distancias, a los diálogos de Platón, aunque Wooden, al contrario que Sócrates, ya hubiera dejado expuesto por escrito gran parte de su pensamiento.

Si la comparación con el filósofo ateniense les parece exagerada, este oriundo de Indiana y ciudadano adoptivo de Los Angeles puede ser considerado uno de los grandes maestros del aforismo, esa sentencia breve que resume de forma concisa un principio o una regla y que todos los entrenadores, por sus bondades a la hora de traducir nuestro pensamiento, deberíamos dominar. Les dejo con algunas citas, propias del Coach Wooden o prestadas de sus escritores preferidos, que se incluyen en el libro y que me atrevo a afirmar que deberían figurar en el banquete diario de todo entrenador, al menos como aliciente para pensar sobre el sentido de nuestra tarea y hacer más completa la experiencia personal de los jugadores que tenemos la fortuna de liderar.

1. Preguntarle a un deportista si le gusta ganar es como preguntarle a un broker de Wall Street si le gusta el dinero. Seguro, queremos ganar, pero, seguro, ganar no es nuestro objetivo.

2. Ganar es el subproducto del trabajo duro como la perla es el resultado del duro esfuerzo de la ostra en su lucha contra un parásito o un grano de arena.

3. Preocúpate más de tu carácter que de tu reputación, porque el carácter es lo que realmente eres, mientras que la reputación es solo lo que otros piensan de ti.

4. Las películas de baloncesto que tratan de equipos sin aspiraciones no deberían terminar con ese equipo logrando el campeonato, sino con ese equipo una vez aprendida la lección. Es decir, con los chicos saltando a la pista felices por haber alcanzado nuevas cuotas de sabiduría, esto es, el inicio del juego seguido de los créditos.

5. Las personas que luchan nunca pierden el partido. Sucede, simplemente, que no llegan a tiempo para hacerlo.

6. La peor consecuencia de la muerte es que separa a los supervivientes de la vida.

7. Un entrenador tiene la extraña suerte de poder educar sin provocar resentimiento.

8. Enseñar los mecanismos de la compasión es tan importante como conducir al éxito.

9. “El miedo a la muerte es el resultado de tenerle miedo a la vida. Un hombre que vive plenamente está preparado para morir en cualquier momento” (Mark Twain).

10. ¿Acaso no termino también con mis enemigos convirtiéndome en su amigo?

11. La meta de un hombre debería estar más allá de su entendimiento, ¿para qué, si no, existe un cielo? (Robert Browning).

12. Lo peor que puedes hacer por aquellos que realmente amas es hacer por ellos lo que pueden hacer por sí mismos.

En fin, diez títulos universitarios, sí, pero sobre todo el respeto de centenares de jugadores que aprendieron a calzarse el primer día que llegaron a UCLA, pues, como pronto comprendieron, una arruga en el calcetín podía provocar una rozadura, y una rozadura podría dejarles fuera del partido, lo que debilitaría las opciones del equipo. El respeto y la certeza de haber estado unidos por el lazo eterno, símbolo de una unión perenne que sobrevivió a la muerte del maestro como lo hará con la de todos sus alumnos.



UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

Inocente de ser tan bueno





La de Tim Duncan, jugador que ha anunciado esta pasada tarde su retirada, es la historia de un “no”, un cuento construido a base de lítotes, es decir, de negaciones que lo afirman todo. Porque no es que Tim Duncan sea el mejor jugador interior de su generación, o el líder de una franquicia que lleva veinte visitas consecutivas al Playoff. Y no, no es solo que Tim Duncan sea un especialista defensivo o el mejor reboteador del siglo XXI, ni la figura más cercana a Bill Russell o Kareem Abdul Jabbar. No, no se trata de que no sea un amante de los titulares, de las entrevistas, del marketing. Ni que no sea un compañero egoísta o fanfarrón. Ni un hombre hecho para ser conocido en los ascensores (en los que pasa desapercibido) o para ser condecorado por la comunidad por todos los servicios que le presta de manera callada, como le enseñaron a hacer las cosas. No, no es eso.

De Tim Duncan se cuenta que iba para nadador y que un huracán, Hugo, cambió los planes del chico tras arrasar la piscina donde se entrenaba a conciencia para debutar en Barcelona ´92. Dicen también, los periodistas, que en aquel ya lejano junio de 1997, todo parecía indicar que serían los Knicks el destino del chico de Islas Vírgenes. Y no mienten ni el pívot, ni su entrenador, Gregg Popovich, cuando recuerdan la visita que este le hizo al primero a Saint Croix, lugar de nacimiento del jugador que hoy se retira, y cuando mencionan y reflexionan sobre la conexión que ambos sintieron en el interior de su alma. Y sí, parece que es un hecho que a Popovich le tocó nadar varias millas adaptándose al plan previsto por el que a la postre sería, tal y como confesara el entrenador de los Spurs de manera irónica, la clave de sus victorias y su gran aportación al baloncesto.


Y dicen que ya tiene cuarenta y que si hoy dijo adiós es porque después de responder mil veces a preguntas sobre su retirada, siente que ya no le sale decir aquello de “aún me queda un partido más”. Toca vaciar, al fin, la pintura de la que durante tantos años fue centinela. Es el momento de colgar la camiseta en lo alto del cielo de San Antonio, cerca de la de David Robinson, su torre gemela y mentor, el humilde y esforzado marine que le abriera el camino. Toca recoger la cosecha y sentarse junto a la piscina lejos de los estériles debates que ya se cerraron (Garnett o Duncan, ala pívot o pívot) o de aquellos otros que permanecen abiertos (comparaciones históricas) y a la espera, tal vez, de que un nuevo huracán le lleve de nuevo a San Antonio como entrenador o miembro del staff técnico a aportar toda su experiencia y sabiduría, la que durante tantos años amasó desde el silencio que envuelve a esa gente inteligente a la que preferimos llamar “rara”.

Dicen, cuentan, redactan y susurran, narran y confiesan. Lo hacen otros por él, mientras él calla. Mientras lo niega todo: que fuera el mejor defensor, que fuera una lección de fundamentos, que fuera el jugador clave de la más exitosa y longeva franquicia desde los Chicago Bulls de los años 90.

The winner within





Los reyes magos vinieron cargados de interesantes libros firmados por nombres que construyeron algo más que un digno legado en el mundo del baloncesto. Si antes me pronuncié sobre las obras de Mike Krzyzewski y John Wooden, hoy lo hago sobre The winner within, el bestseller que Pat Riley publicara allá por 1993 mientras, como entrenador de los Knicks, convertía a la franquicia de la Gran Manzana en la gran amenaza de los Chicago Bulls.

En esta obra, Riles, como le conocían sus jugadores, hace una analogía entre el mundo de la empresa y el del baloncesto centrándose en el modo de gestionar los grupos de trabajo para obtener su máximo potencial. Sin duda, para los que consideramos el baloncesto desde un punto de vista más romántico, la comparación chirría desde el momento en que conceptúa el éxito como una búsqueda de la “significancia” o de obtención de números y resultados. Pero si de este arrogante Narciso del siglo XXI conviene aprender algo es de su firmeza a la hora de aplicar los principios en los que cree, los mismos que le llevaron a escalar, no sin ciertas dosis de oportunismo, la rampa que le condujo desde la locución de partidos hasta el puesto de primer entrenador de la franquicia de moda en los ochenta. Los mismos, por cierto, que introdujo con indudable eficacia en un grupo, el de aquellos Lakers, integrado por varios miembros del Hall of Fame. Supongo que no habría podido escribir este libro sin la aportación de Kareem Abdul Jabbar, Magic Johnson, James Worthy y tantos otros talentos sobre el parqué, jugando de su lado. Pero quizá tampoco éstos hubiesen adornado sus respectivos palmareses del modo en que lo hicieron sin Riley al frente del proyecto.

Lo más atractivo del libro es, sin duda, el modo como lo estructura. En un análisis a posteriori y, sin duda, sobrevalorando algunas decisiones que, me atrevo a apostar, tuvieron más de azarosas que de concienzudas, Pat Riley nos conduce por su trayectoria vital deteniéndose a describir las diferentes fases vitales, y también grupales, por las que tuvo que atravesar. Para todas ellas las recetas son diferentes. Y, aunque no lo creamos, insiste, siempre hay al menos una. La adecuada. La que conduce al éxito.

Pero claro, puede que la de los Lakers fuera la historia de la sucesión de un inocente ascenso, (titulo de 1980) del contagio de la enfermedad del “yo”, (1981) de la fijación de un compromiso, (anillo de 1982) de la recepción de un rayo, (lesiones que les impiden ganar las finales de 1983) de un fracaso relacionado con la ansiedad que acompaña a la victoria, (derrota en las finales contra los Celtics en 1984) de un proceso de autodescubrimiento, (victoria en 1985) de la lógica caída en la autocomplacencia (barrida de los Rockets en las finales de conferencia de 1986) y de la consecución de la maestría y el culmen de la excelencia (“back to back victories” en 1987 y 1988) justo antes de que el proyecto decaiga, exhausto, y llegue el momento de reinventarse. Pero qué quieren que les diga, resultando atractiva, lo que revela esta estructura es que el señor Riley cree que su propia experiencia puede llegar a ser la de todo el mundo, aunque en realidad sea muy consciente, cuando se mira al espejo, de que nadie sueña tan siquiera, con ser tan guapo, joven y millonario como él.

No sé si invitaros a su lectura, interesante y formativa, u ofreceros un plan alternativo para no terminar aborreciendo a un entrenador al que siempre he tenido como uno de los mejores. Y es que hay que ganar y saber ganar. Y, una vez leído su libro, creo que a él solo se le dio bien lo primero.





UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

Aclarando conceptos (VII)






Séptima y última, por el momento, (ya os habiáis hecho ilusiones) entrega de la sección más longeva de este blog. En el ánimo de actualizar su contenido y espoleado por el regalo, a costa de mi vigésimo sexto aniversario, que me hizo mi hermano de la obra “Bounce: the language of the game of basketball” me he decidido a seguir incorporando términos a una lista que a base de tiempo (perdido) y esfuerzo (baldío) puede llegar a parecer notable y exhaustiva. En realidad me quejo por vicio pues en su realización disfruto, aprendo y, además, a posteriori, recibo la siempre bienvenida gratificación de los lectores. Vamos, pues, a ello.



Un shootout bien podría ser un tiroteo, un duelo cara a cara en el OK Corral o en los llanos de Tombstone. De hecho, eso es lo que el diccionario Oxford nos dice que es un “shootout”, pero en Oxford, ya se sabe, de remo mucho, pero de baloncesto poco. Así que sin ánimo de corregir a sus ilustres rectores, os diré que en la jerga baloncestística el shootout es ese entrenamiento de tiro que la mayor parte de los equipos programan para la mañana anterior al partido y al que los jugadores llegan luciendo legañas, ojeras y alientos bastante sospechosos. También se dice de un partido que se ha convertido en un shootout cuando dos jugadores intercambian golpes sin que exista, apenas, circulación de balón. Vamos, imagínense un duelo entre Kobe Bryant y Allen Iverson en sus mejores tiempos. No, no. Uno contra uno no. Cinco contra cinco. Los demás mirando, claro. 





Un swingman no es un hombre que se balancea (traducción literal de swing), pues ése sería más bien nuestro ni honrado ni creíble, aunque presidente, Mariano Rajoy. Un swingman, en baloncesto, es todo jugador capaz de ejercer las veces de escolta (shooting guard) y alero (small forward). Si ahora son muchos los que pueden doblar con garantías en ambas posiciones, he de decir, en defensa de este término, que décadas atrás este tipo de jugador era “rara avis”. El primero de la historia, tal vez el mejor, fue John Havlicek.



Siguiendo en esta línea he de avisaros de que tweener no es una nueva red social con la que comunicaros con vuestros amigos, conocidos y desconocidos por medio de 10 caracteres, sino ese jugador versátil que puede actuar en diferentes posiciones sin que su rendimiento, bueno o malo, se resienta.



Travelling es lo que hacen los turistas, los vagabundos y también los jugadores que, queriendo sacar una ventaja respecto a su defensor o por mero desconocimiento del asunto, despegan tres veces la zapatilla del suelo con el balón cogido o mueven el pie de pivote antes de botarlo. Pasos, en román paladino. Y no necesariamente, amigos colegiados, sinónimo de reverso o traspié. Y sí, me aseguran desde FIBA que los árbitros de la final de los Juegos Olímpicos de Pekín conocían su definición. 





Un outlet pass no es una acción técnica defectuosa. Tampoco está fuera de temporada ni pasada de moda (aunque algunos entrenadores lo detesten. Por qué darlo, pudiendo jugar la posesión completa). Se trata de un pase rápido, generalmente tras rebote defensivo, para iniciar un vertiginoso contraataque. Varios hombres altos dominaron y aún dominan este arte. Se me vienen a la cabeza Kareem Abdul Jabbar, Arvydas Sabonis y el propio Marc Gasol. 





Termino este repaso hablando del felizmente recuperado para el baloncesto FIBA, jump ball. No se trata, adelanto, de Paquirrín dando botes, es decir, una bola que salta, sino de la acción que en España hemos venido llamando salto entre dos y que, últimamente (hasta la última reforma del Reglamento), quizá por aquello del talante y la alianza de civilizaciones había sido sustituida por una democrática y salomónica flecha que atribuía a diestra y siniestra la posesión en el inicio de los tres últimos cuartos y tras cualquier acción de lucha.



Sin más, me despido ya de vosotros deseándoos un feliz día de la Asunción, día que sé que, por lo menos los que tenéis pueblo, festejaréis religiosamente acudiendo puntualmente a misa tras haber dormido las pertinentes ocho horas de rigor. 

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Tras la sombra de los gigantes





“Tiene los requisitos para protagonizar una historia bíblica moderna”. Así hablaba Dwight Howard padre de Dwight Howard hijo días antes de que el pívot georgiano fuera elegido como número uno del Draft de 2004 en una promoción más profunda que brillante en la que este joven de la Southwest Atlanta Christian Academy sobresalía por encima del resto de promesas, incluida la del center de la victoriosa Universidad de Connecticut, Emeka Okafor.



En aquella academia privada el pívot pasaba sus ratos libres cantando en el coro, lavando los platos, sacando la basura y limpiando su habitación. Nada hacía indicar, por lo tanto, que aquellos orígenes humildes fueran el prólogo de una historia que se enturbia cada vez que su protagonista abre la boca o toma una decisión acerca de su futuro. Y es que en la actualidad ni el propio Howard recordará haber recibido el siguiente consejo de su ídolo Michael Jordan: “Mientras los demás jugadores están durmiendo es cuando tú has de querer estar entrenando. Trabaja duro, sé el mejor, exígete a ti mismo y cuando te hayas ganado el respeto, exígele entonces a los demás”.



Es difícil afirmar que, alguien que ha sido campeón olímpico y subcampeón de la NBA, sea un juguete roto, pero sí es posible sostener cualquier argumento que aluda a lo decepcionante de su progresión y a lo sorprendente de su transformación personal. Y es que una carrera que empezó siendo una ofrenda a Dios ha terminado siendo un sainete, un carrusel de despropósitos que si no se detiene es porque Howard se empeña en que siga girando.



Pero más allá de caprichos, abrazos hipócritas (miren si no, hasta el final, el siguiente vídeo en el que Van Gundy reconoce que Howard ha exigido su despido) y mejoras cada vez más sutiles e inapreciables, es su salida de Lakers la que certifica, aunque sea pronto aún para juzgar su carrera, la materialización de un fracaso. Y es que persiguiendo las sombras de Chamberlain, Jabbar o el propio O´Neal (del que siempre ha querido parecer un clon) su figura se ha ido haciendo cada vez más pequeña. También desde el este llegaron a los Lakers los pívots antes citados. Chamberlain para hacer realidad el sueño de Jerry West y aquellos acomplejados Lakers que tenían por costumbre ganar la conferencia para luego perder ante los Celtics. Jabbar para ser la referencia interior de un equipo, el del showtime, que hubiera sido mero fuego de artificio sin su presencia y Shaquille, con un historial semejante al de Dwight en los Magic, para completar el legado de Phil Jackson e iniciar un ciclo que Kobe quiere hacer suyo cuando en realidad, durante aquel “threepeat”, todo empezaba y terminaba en el número 34, bajo el imperio de su propia ley. 





Salir de los Lakers con rumbo a Houston puede parecer una decisión correcta desde una óptica analítica y a baja temperatura. Sin embargo, el dineral que va a cobrar, más allá de que sea justo en la medida en que alguien está dispuesto a ofrecérselo, demuestra cuál es su escala de valores y en qué lugar queda la lucha por el anillo. Si son ciertas las cifras que se barajan, su sueldo fagocitaría un tercio del límite salarial del equipo e hipotecaría la calidad del resto de jugadores (más aún si tenemos en cuenta los quince millones de media que cobrará Harden en las próximas cinco temporadas).



Lo cierto es que la decisión de Howard parece haber dolido más en las franquicias que lo ansiaban (Dallas Mavericks, Golden State Warriors) que en aquella que tuvo que aguantar su comportamiento poco profesional. Así, si en los Lakers se dibuja un horizonte de reconstrucción poco compatible con un Gasol con tripita y en clara decadencia y con un Kobe aún convaleciente, en la proa del barco sin rumbo que es la vida de Howard, se divisa una nueva sombra en forma de leyenda de los tableros, de señor de la pintura. El bailarín de claqué del Cotton Club, con quien ha trabajado durante algunos veranos, le espera sentado para comprobar sus progresos y contrastar su capacidad de liderazgo.



Hakeem Olajuwon, pese a haber impuesto un dominio tiránico en las proximidades del aro, tuvo que esperar a que Jordan se tomara un par de años de descanso para cosechar dos anillos. Mucho me temo que, ni aun retirándose Lebron a hacerse un tratamiento capilar, Howard sería capaz de repetir sus logros. Y es que al pívot de Georgia le falta lo que a aquellos Rockets les sobraba: el corazón de un campeón. 





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