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Elegí el
baloncesto, o el baloncesto me eligió a mí, porque es una pequeña
representación de la vida, porque permite, de alguna manera, expresar sentimientos
e ideas que sobrepasan la contienda deportiva. Elegí el baloncesto porque es un
lienzo en blanco en el que, eso sí, los óleos, o las acuarelas, tienen vida
propia: intereses particulares, una mirada única de lo que el cuadro debería
terminar reflejando. El juego de un equipo de baloncesto acaba siendo más bien
una construcción colectiva en el que las aportaciones de los distintos
arquitectos, de los propios constructores, carpinteros y albañiles acaban
generando un conjunto que aspira a la armonía, pero que no siempre la consigue.
Pero hay que
tener una idea. A la aventura de entrenar, al contrario, tal vez, que a la de la
literatura, hay que ir con mapa y con brújula, tener una hoja de ruta, un libro
blanco de buenas conductas y, desde luego, un código moral y de valores que el
juego del equipo, de una forma u otra, terminará reflejando siempre que seamos
insistentes y encontremos la manera adecuada de trasladar los mensajes.
Aquí entra en
escena mi faceta de escritor y la construcción de personajes y la elaboración
de los diálogos (dos de los aspectos más complejos de la narrativa), algo que
constantemente hacemos con nuestros jugadores, proyectando para ellos un desarrollo y rol, mucho
más que una jerarquía en pista, también una forma de encontrar su hueco en una
pequeña sociedad que es por esencia cambiante. En muchos casos, al contrario
que los Cercas o Aramburu de turno, no elegimos las características personales
y deportivas de estos “personajes”, sino que nos los encontramos y tenemos la misión
de, en primer lugar, conocerlos para, desde el conocimiento, proponerles cambios
y exigirles un cierto acomodamiento al guion a sabiendas de que no podremos
adelantarles el desenlace.
Si entrenar solo fuera maximizar rendimientos, exprimir cualidades; si entrenar solo fuera confrontar ejércitos y diseñar estrategias ganadoras, que también lo es, desde luego, esta sería la última entrada que le dedicaría a este oficio. Comprendería que otros siguieran haciéndolo o enfocándolo desde este punto de vista, pero para mí sería insuficiente: nos estaríamos perdiendo la vertiente más humanística de este trabajo; las conexiones emocionales, los puentes que se crean (y destruyen) entre individuos en la construcción de una comunidad que aspira a convivir en paz y hacer mejores a cada uno de sus integrantes.
Todo esto, en
fin, porque ha pasado una semana desde que terminara la andadura del Grupo de
Santiago San Pablo Burgos, filial del Silbo San Pablo Burgos y equipo que
aspira a ser referencia de toda una cantera (y quien dice cantera dice toda
una serie de jugadores con nombre y apellido que sueñan con poder jugar al
baloncesto). Y aunque, por definición, por ser un equipo al servicio de un
club, encuadrado entre dos realidades distintas a las que debe atender, creo
que es uno de los equipos que he entrenado que, finalmente, tras atravesar períodos difíciles, mejor
ha reflejado mi manera de entender el baloncesto.
Por ser un equipo joven, plataforma para quienes aspiran a tener una carrera profesional y, al mismo tiempo, destino de aquellos burgaleses que aún quieren jugar al baloncesto a cierto nivel. Por ser un equipo mezcla de realidades, ambiciones y deseos, era necesario fijar una filosofía y una línea estratégica, optar entre distintas posibilidades. En este caso, priorizamos las necesidades de los jugadores jóvenes que aspiran a crecer y poder jugar en categorías superiores, ya sea dentro del club o en algún otro lugar. Es decir, le pedimos un sacrificio extra a los jugadores locales, amateurs que terminan de trabajar y estudiar y acuden al entrenamiento muchas veces sin haber comido, que venían de una tradición distinta de baloncesto y que tuvieron que adaptarse al nivel de exigencia y a un ritmo de juego más propio de lo que debe ser, bajo mi punto de vista, un equipo filial (y no un equipo senior más habitual) en la antesala del profesionalismo.
El ritmo alto,
el sacrificio defensivo, la democratización en la creación de las ventajas y la
resolución de las mismas, la apuesta por ser agresivos en la búsqueda del
rebote ofensivo hilaban bien con los objetivos del equipo dentro del club, con
las necesidades de los “jugadores proyecto” y, además, casaban a la perfección
con mi manera de entender el baloncesto, producto mezcla de las propuestas de los equipos que he visto y
admirado (Kings 2000-2002, Celtics 2008-2010, Spurs 2013-2015) y de las ideas
de los entrenadores con los que tenido la suerte de coincidir y a los que he
ayudado mientras aprendía, siendo el principal, claro, por tiempo y
generosidad, Jenaro Díaz.
Además, no se
puede infravalorar la fortuna de quien diariamente ha compartido despacho,
pista, conversaciones sobre baloncesto y vida con Bruno Savignani y Jorge
Álvarez en el contexto de un primer equipo que ha logrado el ascenso a ACB de
una manera brillante gracias, en gran parte, a la mentalidad instalada y que,
de igual modo, ha encontrado su reflejo en la pista a través del hilo conductor
entre ideas y obra que es el baloncesto cuando se juega como se imagina. Esta
conexión es la que ha facilitado la subida y bajada de los jugadores, la implantación
de reglas comunes que ha hecho más sencilla la transición de los chicos
vinculados a una y otra realidad.
De cara a
planificar y poner negro sobre blanco todas estas ideas y dotarlas de
coherencia, me serví de la sabiduría de otro buen amigo, Fernando García, y sus
constantes reflexiones sobre el ciclo de juego, de modo que el baloncesto puede
ser concebido como un todo que orbita en torno a la forzosa alternancia de
posesiones y la interacción entre las distintas fases del mencionado ciclo de
juego, lo que hizo que le diéramos un papel preponderante a las transiciones.
Mil ciento veinte es producto de 28 y 40 y en esta multiplicación entre los metros de la
cancha y los minutos de juego radicaba el núcleo de nuestra idea tratando de
poner en valor cada segundo y cada metro en la medida en que son los
principales recursos que tienen los jugadores y los equipos para progresar.
Así, por tanto, decidimos trabajar todo el tiempo y en toda la pista tanto en
ataque como en defensa porque así, también, valorando cada minuto y cada metro,
justificábamos la presencia en pista de un jugador y, por tanto, la presencia
en el banquillo de otros siete. No cabía el ahorro energético, no era
concebible la regulación de esfuerzos.
Llamamos
Guardiola a nuestro balance principal, basado en las líneas altas del fútbol (y en presionar cuanto antes el balón),
lo que colaboró con otros objetivos secundarios como desgastar a los rivales
y a sus jugadores más talentosos (muchas veces los manejadores principales), mantener
al oponente lejos de la canasta (donde tenían gran ventaja de altura y peso) y
elevar los niveles de sacrificio individual y colectivo, lo que terminó, al
cabo de los meses, por reforzar la cohesión del grupo. Al mismo tiempo, dotamos
a los jugadores de la facultad de tomar decisiones más o menos arriesgadas en
la defensa con y sin balón y les exigimos estar todo el tiempo concentrados y
conectados con sus compañeros (pues cada decisión desencadenaba otras cuatro
decisiones simultáneas y otras tantas sucesivas).
En la transición
ofensiva, alimentada en muchas ocasiones por la propia labor defensiva, liberalizamos y flexibilizamos la salida, dando libertad a quienes
tenían la capacidad para salir en bote, priorizando una recepción en carrera y
encarada al campo contrario sobre un pase profundo (si la recepción de este
pase no cumplía con los primeros objetivos), siendo el objetivo prioritario
detectar y encontrar al jugador con mayor espacio y tiempo para maniobrar y
acrecentar la ventaja.
Cualquiera de
los tres manejadores podría ser el teórico receptor de este primer pase, lo que
nos hizo, tal vez, ser primeros en pérdidas, pero, también, el equipo con los
primeros segundos más peligrosos de todo el campeonato. Un receptor y tres
corredores debían provocar un gran estrés en la defensa, opciones rápidas de
anotación y la generación de un campo abierto y sembrado para una toma de
decisiones agresiva y una continuidad que evitara la colocación de las defensas
(más físicas, recuerden) e incentivara un juego libre a partir de asociaciones
de dos, tres, cuatro y cinco jugadores basada en reglas de continuidad que, por
supuesto, podían encontrar sus debidas excepciones si el talento de los
jugadores así lo determinaba.
El tercer pilar
de nuestro juego se basó en dar una importancia extra al rebote, fundamentalmente
al ofensivo y especialmente a través de la metodología de entrenamiento, primando
ir con 3 y 4 jugadores en función de la posición del lanzamiento, lo que ya nos
preparaba para iniciar ese balance de presión alta y en toda la pista. El deseo
y la fe con la que los jugadores acogieron esta idea nos ha permitido ser uno
de los tres mejores equipos en rebote ofensivo, con lo que ello supone en forma
de oportunidades extra y ventaja anímica sobre las ya de por sí castigadas
defensas oponentes.
La forma final
de la obra, más allá de los resultados obtenidos, me ha dejado ampliamente
satisfecho pues, siendo los medios y el horizonte del equipo nuestra guía
principal, hemos llegado a recrear las ideas que me hicieron elegir el
baloncesto (o que el baloncesto me eligiera a mí) sobre cualquier otro deporte
o profesión. A partir de una serie de decisiones, de una conversación a corazón
abierto con todos los miembros del equipo, el trabajo comenzó a cobrar sentido
y el baloncesto desplegado nos ha permitido crecer colectiva e individualmente,
algo que también me preocupa y me mueve, y dejar la camiseta, o el polo de
entrenador, en mejor lugar del que nos lo encontramos.
No siempre es
fácil determinar cuándo ha llegado el fin de la obra, hasta el punto de que muchos
afirman que no se concluyen, sino que se abandonan, pero frente al sol que ilumina
este precioso café de Menorca, pongo orgulloso este punto y final a la temporada
dándoles las gracias a todos los jugadores y a todos los que nos acompañaron en
el camino, con mención especial para Evaristo Pérez y Miguel Ángel Segura, cada uno en su particular papel. Os pedí que entre todos cuidarais de los recuerdos y vivencias de este año y entre todos conseguimos crear una bonita historia.
UN ABRAZO Y BUEN
BALONCESTO PARA TODOS