En
este país cuya democracia descubre nuevos brotes de acné cada vez
que se mira al espejo, en este puzzle rojigualdo que aún se pregunta, sin dejar preguntar, de cuántas piezas se compone, en este extremo suroccidental de
Europa que cada vez que imita a sus vecinos del norte termina
pareciéndose más a los del sur, hemos vuelto a suspender un examen.
Esta vez no fueron entidades financieras las que nos auditaron ni
vino el asunto a versar sobre variables económicas. La mera
proclamación de Gala León como capitana de la Copa Davis removió
los jugos intestinales de alguno de los principales abanderados de
nuestra otrora armada invencible -reconvertida ahora en un batallón
de segundones dispuestos a cubrir las vergonzosas renuncias de sus
superiores-, para poner de manifiesto una realidad que yacía latente
y que quien más quien menos podía adivinar: el machismo reinante en
nuestro deporte. En el nuestro y en el del noventa por ciento de
países del globo. No nos creamos, tampoco en esto, tan especiales.
No
cabe duda de que más allá de esta primera y rápida lectura, se
esconden también argumentos relacionados con la ausencia de
credenciales y peso específico de esta ex jugadora profesional sin
títulos en su palmarés. Los últimos capitanes habían sido
referentes del tenis masculino y todo parecía indicar que el perfil
buscado era el de un Ferrero o un Brugera. Por otro lado, cualquiera
podría sostener aquello de que el tenis masculino y el tenis
femenino se parecen tan solo en las dimensiones de la pista y en el
uso de una raqueta y una bola y que, por ello, el capitán debería
ser un habitual del circuito de la ATP. Sin embargo, si analizamos el
papel tradicional que juegan los capitanes podemos llegar a la
conclusión de que las decisiones estratégicas vienen a coincidir en
un noventa por ciento con las que tomaría cualquier lego en la
materia, esto es, juegan los dos mejores los individuales y después
la mejor pareja de dobles posible.
El
asunto gira entonces en la capacidad de motivación, en el
ascendiente del capitán sobre el conjunto de los jugadores. Estoy
seguro de que la mayor parte de los potenciales miembros del equipo pensaron tras la elección de Gala León: “¿Y qué me va a contar
ésta a mí?” “¿Con quién ha empatado?” La nueva capitana
compartirá sensación con todos aquellos entrenadores sin pasado en
el deporte profesional, con esos recién llegados procedentes de
otras ramas que aspiran a alcanzar un saber erudito por medio del
estudio pero que carecen del conjunto de experiencias sensoriales y
sociales que implica el mundo profesional (el mundo profesional
masculino, en este caso, pues Gala sí que fue jugadora profesional)
y a los que los jugadores, antes de aceptarlos, les pasan un
concienzudo examen.
En
Toni Nadal veo, además de un gran entrenador y un filósofo de su
deporte, una persona misógina. Ya en su momento se quejó de que los
premios fueran iguales en los torneos grandes cuando los jugadores
disputaban partidos a cinco sets y las jugadoras al mejor de tres.
Ahora vuelve a decir lo que piensa y de sus palabras trasciende ese
sentimiento de superioridad masculina que comparte con el 90% del
mundo del deporte. Pero es que en el deporte no somos iguales y por
eso, aun criticando lo inoportuno del tono y elección de sus
palabras, quiero entenderlas en parte.
Hoy
revisité la obra firmada por Toni Nadal y Pere Mas titulada “Sirve
Nadal, responde Sócrates”. En ella se compara la filosofía griega
con los principios que han de orientar la formación de un deportista
de élite. En el mismo prólogo nos sugiere el siguiente paralelismo:
La reminiscencia es clara: nos sugiere el combate que en la
antigua Grecia protagonizaban los mejores hombres de cada ejército,
como el combate “hombre a hombre” de Héctor y Áyax en la guerra
de Troya, cuando la caótica batalla general se interrumpe y es
sustituida por un nuevo orden; es el turno de los héroes, que con su
enfrentamiento decidirán el final de la contienda y que a la vez
luchan por su inmortalidad y para ahorrar sufrimiento y muerte a los
hombres.
No
podemos pedirle al deporte que se sitúe a la vanguardia de los
movimientos feministas. En su esencia está la lucha primitiva y el
concepto clásico de espectáculo inventado por los griegos y
perfeccionado por los romanos. El deporte es el sustituto de la
guerra en las sociedades civilizadas. En los campos de fútbol, rugby
o baloncesto se cruzan, con reglas definidas y primando además de la
fuerza la habilidad, los ejércitos de nuestro siglo y los campos de
tenis no dejan de ser “arenas” para gladiadores. Es decir, el
deporte ha heredado la esencia de actividades esencialmente
masculinas como la guerra, la caza o la lucha cuerpo a cuerpo. Hay
una codificación genética, una evolución fenotípica adaptativa
que convierte a los varones en seres más aptos para este tipo de
ejercicio.
Así
y aun invitando a que sigamos derrumbando techos de cristal a través
de la evolución cultural, aprovecho para defender que el futuro del
deporte femenino no pasa por la búsqueda obsesiva de la igualdad por
la vía de la asimilación, sino por la potenciación de las
diferencias en una estrategia más propia del mundo de la empresa y
del marketing. No se trata de saltar tan alto, correr tan rápido o
lanzar tan lejos, sino de ofrecer un espectáculo suficiente como
para que el público esté dispuesto a pagar una entrada o a sentarse
frente al televisor.
Me
parece muy bien que pueda haber mujeres en puestos directivos o a la
cabeza de cuerpos técnicos. Nada les impide reunir el conjunto de
requisitos que se exigen, pero por otra parte, mi invitación pasa
por la aceptación de los códigos implícitos a la práctica
deportiva, unos códigos que son antiguos y rudimentarios porque no
pueden ser de otra manera, porque no vamos a los estadios a escuchar
violines ni poemas recitados (actividades con las que disfruto mucho, no se me malinterprete). Es el deporte, es la guerra.
UN
ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS