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Open





Termino la lectura de Open, la autobiografía de Andre Agassi, con una mezcla de emoción y gratitud. El libro ha conseguido su objetivo, pues, aunque no pasa desapercibida su intención deliberadamente autocomplaciente, ha hecho que me involucre con los avatares de su protagonista, que me identifique con muchos de los pensamientos que lo recorrieron y angustiaron durante una carrera de más de veinte años, durante una vida que se aproxima a los cincuenta y que incluye ocho torneos del Grand Slam y una medalla de oro en los Juegos Olímpicos.

Ahora comprendo lo absurdo de animar a Sampras en aquellas batallas, una máquina mucho más perfecta, una máquina, el resto es pleonasmo. No justifican aquella posición la elegancia de sus voleas, o la del revés cortado, mucho menos aún la tiranía que ejerció sobre el circuito en las pistas de hierba y cemento. Sampras era un monolito siempre a cubierto, Agassi un desierto de arenas movedizas expuesto a todos los agentes meteorológicos, a noches de helada y mediodías abrasadores. Agassi representaba la existencia humana, con todas sus contradicciones, mientras que Sampras era el paradigma del “deber ser”, en cuya aspiración caemos siempre derrotados. Repito, no había motivos para ser de Sampras.



Como entrenadores, el constante carrusel emocional y, por lo tanto, la inconsistencia de las rachas de juego de Andre, son una fuente de información muy valiosa. El propio determinismo de su vida –nació condenado a jugar al tenis– nos informa de un tipo particular de individuo, cada vez más habitual, adoctrinado a conciencia y, bajo el prisma del sentido común, en exceso. Sin embargo, al mismo tiempo, su éxito, como el de otros tantos, nos informa del estrecho espacio que la excelencia concede a los que aspiran a habitarla. ¿Estamos dispuestos a perseguirla obsesivamente?

Andre odiaba el tenis porque la pista, que puede ser un universo de infinitas posibilidades, por fijadas que estén sus medidas, adquirió pronto el aspecto de una jaula. El “dragón” le enviaba las bolas tal y como determinaba su padre y este había de devolverlas al lugar que este nuevamente indicaba. No había espacio para la creatividad. El juego encerraba unas reglas biomecánicas que el cuerpo debía memorizar sin cuestionarse. Esta es una cuestión que ha llegado hace poco al mundo del baloncesto, antes partícipe, a su manera, de estos métodos de entrenamiento que ahora se debaten por su falta de contexto, tanto que el trabajo por cero se reduce drásticamente o se matiza con la inclusión de una toma de decisiones que va más allá del “read & react” por incluir nuestro juego, el baloncesto, una mayor suma de combinaciones posibles. ¿Dónde está el equilibrio?

Acepto como buena una realidad a priori objetiva que afirma que el tenis es un deporte individual. Pero ojo, el tenista juega solo, sí, pero entrena en equipo. Es más, diría que un jugador de tenis profesional se encuentra más arropado que un jugador de baloncesto a lo largo de todo el proceso. Durante un entrenamiento, cada pelota lanzada, cada proceso de toma de decisiones particular, o la fijación de una estrategia, es consensuada por un equipo, el mismo que estará sentado en los palcos habilitados para ello actuando a favor de su jugador, recordando con simples gestos, o con su mera presencia, todo lo hablado durante días, meses o años.

El jugador de baloncesto, sin embargo, se diluye en la masa informe que representa el conjunto, se presta a lo que se le pide, es juzgado antes que acompañado. Entra a la cancha sin una idea clara del orden del día y la abandona sin un feedback concreto, no, al menos, tan completo como el que recibe un tenista. Su soledad, contra todo pronóstico, es superior a la del jugador de tenis, también en los partidos, donde no tiene un palco al que mirar, ni siquiera un entrenador dedicado en exclusiva a recordarle sus puntos fuertes. Creo que se ganarían más partidos con un cuerpo técnico volcado en el trabajo de visualización de sus jugadores, el entrenamiento individualizado y una comunicación a medida que con cuatro hombres de traje rodeando al entrenador. ¿Qué opináis?

Por mucho que conozcamos a nuestros jugadores, su número nos obliga a simplificar la información que tenemos de ellos, lo que conduce inevitablemente al prejuicio. En la ausencia de comunicación, muchas veces determinada por un calendario asfixiante, una y otra parte inventan para alimentar las teorías que necesitan, rellenan como pueden los huecos. De hecho, la imposibilidad de canalizar tantos mensajes distintos, tantos metapensamientos, conduce a muchos entrenadores a la opción de neutralizarlos. Disciplina máxima, aquí nadie piensa, aquí se hace lo que yo digo, que soy el único que valora la globalidad. ¿Cabe otra opción? Tal vez sí: fijar mensajes grupales, autorregularnos desde la comprensión de nuestra “humanidad”, con todos sus pecados capitales.

La pregunta es obvia y se impone al discurso mantenido hasta ahora. Quien se apunta a un deporte colectivo, quien acepta jugarlo, ¿renuncia a su individualidad, acepta no pensar, se encarama al árbol y ocupa únicamente la rama que le ha sido asignada? Y si esto es así, que me parece que en cierta medida puede serlo, ¿estarán las nuevas generaciones preparadas para ello: para ser acompañantes del héroe, testigos directos, sujetos “amaestrados” para la realización de una labor muy concreta, sobre la que están impedidos para emitir un juicio?

En fin, mi consejo es que lean Open, un repaso a la carrera de uno de los tenistas más interesantes de la historia, y que abran su mente a extrapolar lo que allí se dice a una realidad muy distinta: la de su día a día, también como entrenadores.

UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

Comprensión mutua





En este país cuya democracia descubre nuevos brotes de acné cada vez que se mira al espejo, en este puzzle rojigualdo que aún se pregunta, sin dejar preguntar, de cuántas piezas se compone, en este extremo suroccidental de Europa que cada vez que imita a sus vecinos del norte termina pareciéndose más a los del sur, hemos vuelto a suspender un examen. Esta vez no fueron entidades financieras las que nos auditaron ni vino el asunto a versar sobre variables económicas. La mera proclamación de Gala León como capitana de la Copa Davis removió los jugos intestinales de alguno de los principales abanderados de nuestra otrora armada invencible -reconvertida ahora en un batallón de segundones dispuestos a cubrir las vergonzosas renuncias de sus superiores-, para poner de manifiesto una realidad que yacía latente y que quien más quien menos podía adivinar: el machismo reinante en nuestro deporte. En el nuestro y en el del noventa por ciento de países del globo. No nos creamos, tampoco en esto, tan especiales.

No cabe duda de que más allá de esta primera y rápida lectura, se esconden también argumentos relacionados con la ausencia de credenciales y peso específico de esta ex jugadora profesional sin títulos en su palmarés. Los últimos capitanes habían sido referentes del tenis masculino y todo parecía indicar que el perfil buscado era el de un Ferrero o un Brugera. Por otro lado, cualquiera podría sostener aquello de que el tenis masculino y el tenis femenino se parecen tan solo en las dimensiones de la pista y en el uso de una raqueta y una bola y que, por ello, el capitán debería ser un habitual del circuito de la ATP. Sin embargo, si analizamos el papel tradicional que juegan los capitanes podemos llegar a la conclusión de que las decisiones estratégicas vienen a coincidir en un noventa por ciento con las que tomaría cualquier lego en la materia, esto es, juegan los dos mejores los individuales y después la mejor pareja de dobles posible.

El asunto gira entonces en la capacidad de motivación, en el ascendiente del capitán sobre el conjunto de los jugadores. Estoy seguro de que la mayor parte de los potenciales miembros del equipo pensaron tras la elección de Gala León: “¿Y qué me va a contar ésta a mí?” “¿Con quién ha empatado?” La nueva capitana compartirá sensación con todos aquellos entrenadores sin pasado en el deporte profesional, con esos recién llegados procedentes de otras ramas que aspiran a alcanzar un saber erudito por medio del estudio pero que carecen del conjunto de experiencias sensoriales y sociales que implica el mundo profesional (el mundo profesional masculino, en este caso, pues Gala sí que fue jugadora profesional) y a los que los jugadores, antes de aceptarlos, les pasan un concienzudo examen.

En Toni Nadal veo, además de un gran entrenador y un filósofo de su deporte, una persona misógina. Ya en su momento se quejó de que los premios fueran iguales en los torneos grandes cuando los jugadores disputaban partidos a cinco sets y las jugadoras al mejor de tres. Ahora vuelve a decir lo que piensa y de sus palabras trasciende ese sentimiento de superioridad masculina que comparte con el 90% del mundo del deporte. Pero es que en el deporte no somos iguales y por eso, aun criticando lo inoportuno del tono y elección de sus palabras, quiero entenderlas en parte.

Hoy revisité la obra firmada por Toni Nadal y Pere Mas titulada “Sirve Nadal, responde Sócrates”. En ella se compara la filosofía griega con los principios que han de orientar la formación de un deportista de élite. En el mismo prólogo nos sugiere el siguiente paralelismo: La reminiscencia es clara: nos sugiere el combate que en la antigua Grecia protagonizaban los mejores hombres de cada ejército, como el combate “hombre a hombre” de Héctor y Áyax en la guerra de Troya, cuando la caótica batalla general se interrumpe y es sustituida por un nuevo orden; es el turno de los héroes, que con su enfrentamiento decidirán el final de la contienda y que a la vez luchan por su inmortalidad y para ahorrar sufrimiento y muerte a los hombres.

No podemos pedirle al deporte que se sitúe a la vanguardia de los movimientos feministas. En su esencia está la lucha primitiva y el concepto clásico de espectáculo inventado por los griegos y perfeccionado por los romanos. El deporte es el sustituto de la guerra en las sociedades civilizadas. En los campos de fútbol, rugby o baloncesto se cruzan, con reglas definidas y primando además de la fuerza la habilidad, los ejércitos de nuestro siglo y los campos de tenis no dejan de ser “arenas” para gladiadores. Es decir, el deporte ha heredado la esencia de actividades esencialmente masculinas como la guerra, la caza o la lucha cuerpo a cuerpo. Hay una codificación genética, una evolución fenotípica adaptativa que convierte a los varones en seres más aptos para este tipo de ejercicio.

Así y aun invitando a que sigamos derrumbando techos de cristal a través de la evolución cultural, aprovecho para defender que el futuro del deporte femenino no pasa por la búsqueda obsesiva de la igualdad por la vía de la asimilación, sino por la potenciación de las diferencias en una estrategia más propia del mundo de la empresa y del marketing. No se trata de saltar tan alto, correr tan rápido o lanzar tan lejos, sino de ofrecer un espectáculo suficiente como para que el público esté dispuesto a pagar una entrada o a sentarse frente al televisor.

Me parece muy bien que pueda haber mujeres en puestos directivos o a la cabeza de cuerpos técnicos. Nada les impide reunir el conjunto de requisitos que se exigen, pero por otra parte, mi invitación pasa por la aceptación de los códigos implícitos a la práctica deportiva, unos códigos que son antiguos y rudimentarios porque no pueden ser de otra manera, porque no vamos a los estadios a escuchar violines ni poemas recitados (actividades con las que disfruto mucho, no se me malinterprete). Es el deporte, es la guerra.

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Nada que perder





No sabría muy bien cómo definir el Mundial de Baloncesto 2014. La organización está siendo un éxito, pero la difusión y el seguimiento, también el nivel deportivo, están generando muchas dudas. Ello a pesar de que la prensa temática de nuestro país parece comprometida con el último baile de la más laureada generación de jugadores españoles destacando en portada cada previa y cada crónica de los partidos disputados. Sin embargo, los asientos vacíos y el escaso protagonismo del evento en las redes sociales da que pensar. Y no, la sospecha no recae sólo en el tratamiento mediático, tampoco en Mediaset ni sus prioridades a la hora de configurar la parrilla, prioridades, por cierto, que fueron modificadas sobre la marcha gracias a que varios hashtag críticos con la productora se convirtieron en virales secundados, entre otros, por jugadores de la selección. Nuevos tiempos.

El baloncesto se duele de un mal mucho más endémico y es que no termina de ser atractivo a los ojos del espectador no aficionado para quien los treinta y ocho primeros minutos no son más que un largo preámbulo de un acto final a veces apoteósico pero muchas otras intrascendente. Un amigo propone una solución que a algunos les podrá parecer una ocurrencia pero a la que veo pocas fallas. Juguemos un partido a cinco sets. Los cuatro primeros durarían diez minutos y el quinto, si fuera necesario, cinco. Sí, lo sé, algunos partidos pueden terminarse en treinta minutos, ¿reclamarían entonces los espectadores parte del precio de su entrada? No lo he visto nunca en el tenis o el volley.

Un partido a cinco sets haría que los entrenadores se estrujasen los sesos para dar con una rotación que les permita ser competitivos en todas las mangas y, probablemente, les forzaría a utilizar durante más tiempo a los jugadores estrellas. Jugando a cinco sets, además, la probabilidad de que se sucedan jugadas y tiros decisivos se multiplica del mismo modo que la lógica nos dice que se reducirán al mínimo los minutos de la basura.

Entiendo que modificar unas reglas tan arraigadas es complicado. Las inercias son poderosas y a los puristas se les pueden revolver las tripas. Las estadísticas individuales quedarían en “suspenso” pues no podrían cotejarse con las actuaciones en partidos con reglas tradicionales y en el periódico dejaríamos de ver marcadores en los sesenta o setenta puntos para ver cifras separadas por guiones. Pero, ¿qué podemos perder por intentarlo? El atractivo de las ligas nacionales no traspasa el ámbito de lo local y la ACB no es más que un largo pregón escasamente ingenioso de la que será una nueva final entre Real Madrid y Barcelona (van tres seguidas) a pesar de los intentos de Valencia por romper la diarquía. Insisto, ¿qué podemos perder?

Mientras se consolida esta propuesta, si es que alguien se la toma en serio, Estados Unidos sigue dando lecciones de concepto y gestión. Su selección juega a cien por hora, ataca cuando ataca y también cuando defiende. Reducir al físico la explicación de su poderío sería una falacia que nos remontaría a los tiempos del antiamericanismo por sistema. Se puede jugar bien al baloncesto sin necesidad de marcar jugadas que marean la bola durante segundos para terminar decidiendo desde el pick and roll. Los de Coach K son muy buenos en transición, en el uno contra uno y en el juego del bloqueo directo. Comparten bien la bola y sus pases son los más precisos de toda la competición. Y sin ser blancos ni yugoslavos cuentan con los dos tiradores más puros del mundial: Stephen Curry y Klay Thompson. ¿Se les puede ganar? Seguramente, pero nadie puede negar que USA Basketball ha sabido suplir la baja de sus mejores talentos montando un equipo que respeta las reglas y a sus rivales y que ha venido a España a cumplir una misión.

La NBA sigue enviando señales de buena salud mientras monopoliza el talento y deja en la ruina a competiciones satisfechas en su inmovilismo. El fútbol, cuyas bases se asientan sobre un marcador corto y unos cuantos iconos que desatan pasiones poco cuerdas, descansa tranquilo mientras sus competidores no puedan ofrecer espectáculos mejores de los que vienen ofertando. Y señores, mientras esto no cambie los aficionados no podemos exigirle a las productoras que desatiendan a las leyes del libre mercado para satisfacer toda esa suerte de principios morales, pedagógicos y casi divinos a los que echamos mano para reclamar un mejor trato.

Amantes del baloncesto, barramos antes nuestra casa, ofrezcamos un mejor espectáculo y luego reclamemos. Éste es el orden natural y lógico. Éste debe ser nuestro compromiso.


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No es país para juegos





No tengo ni idea de cómo se gestan las decisiones del COI, qué clase de turbias relaciones se establecen entre los que se prostituyen por un voto y esos estandartes del olimpismo moderno que a mí me generan náuseas sin apenas conocerlos. Y sin embargo no me siento dolido en mi orgullo patrio, tampoco maltratado o vacilado, porque los Juegos de 2020 vayan a disputarse en Tokio, en esa catedral tecnológica que quiso cautivar al jurado echándole corazón a un estereotipo que les tiene por excesivamente cabales (aunque en su versión turística se destapen desnudando impunemente todo cuanto observan con sus cámaras de fotos).

Nos representaron en Buenos Aires dos clases tan contrapuestas de humanoides que es normal que a los del COI aquello les sonase a chufla y les pareciese un disparate. Es difícil encontrar un denominador común entre deportistas como Pau Gasol y Mireia Belmonte y esa calaña de políticos que en este momento crítico de la historia de nuestro país, o eso nos hicieron creer, tienen a mal representar esa maraña institucional, edilicia y energética que es Madrid. Y es que Maragall y Pujol, de aquéllas, no sé si más honrados, pero un poquito más listos sí que eran.

O será, simplemente, que Madrid no es ciudad para Juegos, que no tiene en su espíritu albergar una cita tan universal por muchos años que lleve practicando un marketing salvaje vendiendo sus bondades y tapando, como muchas otras, sus infinitas miserias. Y es que ni siquiera las labores de estilización llevadas a cabo en los últimos años consiguen tapar, como sí lo consiguieron en cambio con la M-30, las desigualdades sociales existentes entre quienes dan los discursos y los que los sufren.

Claro, me dirán, entonces Pekín qué. Y Río, ¿qué dice usted de Río? Pues lo mismo, qué voy a decir, que al COI le puede eso de abrir mercados tras el parapeto de un mensaje que habla de la expansión del movimiento olímpico, de sus valores y de todo el resto de basura que arrastra un negocio que sólo merece la pena, en términos humanísticos, durante los 16 días en los que el esfuerzo, la competición cuerpo a cuerpo, también aquella más estratégica y la defensa del viejo y verdadero ideal olímpico se imponen sobre todo lo demás.

Y a aquellos deportistas humildes que soñaban con una segunda versión del exitoso Plan ADO decirles que no hubiera cambiado mucho su perspectiva. Porque de la nada, y no sólo hablo de dinero, también de ideas brillantes y mentes lúcidas, nada se puede extraer. Y nada es lo que se remueve en el corazón de las instituciones. Nada que no sea dinero, poder y más nada. Y de Barcelona, además de una bella ciudad, no se confundan, tampoco queda nada, ni siquiera una cultura polideportiva, un abanico de opciones que se salga de lo que en este país siempre se ha cultivado, no en los estadios, vacíos, y sí en esos cómodos asientos, de las casas o los bares, desde los que sólo se sigue el fútbol o, si acaso, al ídolo de turno. Siempre que gane, claro.

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El mejor entre nosotros







El sol luce en el cielo de Miami a la misma altura sobre el horizonte que el 31 de marzo anterior. Y que el anterior. David Ferrer, mientras, pronuncia su discurso ante las abarrotadas gradas del Crandon Park. Su mensaje está cargado de gratitud hacia quienes le ayudan y acompañan en el ejercicio de su profesión, pero el tono, apagado, revela un íntimo sentimiento de culpa y frustración.



A David, como al resto de perdedores, se le permite hablar primero. Así puede sentirse en posesión de un falso privilegio, ser el sujeto pasivo de una atención que bien podría compararse con la que reciben los niños pequeños al cenar o al acostarse antes que los adultos. Es más, hablar primero no implica más que pasar delante y, claro, todos sabemos que aquello de “las damas primero” no es más que una simbólica compensación que recibieron las mujeres por haber perdido, injustamente, la batalla frente a sus iguales en el mismo momento de la creación.



En realidad, para ser honestos, David Ferrer se había asegurado su derecho a hablar llegando a la final del torneo, la quinta en un Masters 1000, la decimotercera ante un Top 5 a lo largo de su carrera. Para David, colarse en estos acontecimientos supone un acto de rebeldía pues Ferrer, por su juego y condiciones, no es más que un obrero de clase media, el mejor, tal vez, pero un obrero. Y claro, cada Masters 1000, por no hablar de los Grand Slams, busca asemejarse a una fiesta de carácter exclusivo, a aquellos encuentros que el Gran Gatsby organizaba en su residencia privada junto al East River neoyorquino.



En esta sociedad de clases, directa heredera, o eso nos cuentan, de las revoluciones liberales burguesas de finales del XVIII y del siglo XIX se supone que se puede ascender en la escala social a través de los méritos y del trabajo, desde la disciplina y el esfuerzo. Y si no es a través del mérito, quizá puedas caerle bien a la hija de un terrateniente o dejarte ganar al poker en presencia de un empresario con más billetes que luces. Es decir, las posibilidades de ascenso son incuestionables. Sin embargo, el deporte, quizá una de las manifestaciones más primarias del ser humano en cuanto que animal, ha vuelto, hoy, a mostrarse inquebrantable. La inferioridad de Ferrer ante los cuatro mejores del circuito ha vivido hace unas horas su punto culminante. Un punto que se extiende a lo largo del medio centímetro por el que la bola de Murray, durante punto de partido a favor del español, entró dentro de los límites reglamentarios de la pista. Medio centímetro que expresa gráficamente una distancia mental inabarcable que pone en entredicho todos esos mensajes de autoayuda pronunciados por profesionales de la psicología que después terminan suicidándose. Que sí, que sí, que si siembras una acción cosechas un hábito y que si siembras un hábito cosechas un carácter y que si siembras un carácter cosechas un destino... Un fatal destino, en todo caso, en el que por más que actúes, generes hábitos, poseas un carácter y creas haber cosechado un destino la bola de Murray entra.



Y es que salvo para cuatro genios contados que bien podrían llamarse Novak, Andy, Rafa y Roger, la vida es una sucesión de derrotas y pérdidas. Perdemos el tiempo, enterramos proyectos, nos despedimos demasiadas veces de personas que querríamos tener a nuestro lado y, lo que es peor, en ocasiones lo hacemos para siempre. Luchamos y, aunque nos lo prometemos constantemente, muchas veces durante una tarde de domingo cualquiera como ésta, volvemos a tropezar con la misma piedra.



Pero después de decir lo que pienso no puedo despedirme desparramando sombras entre quienes dedicáis, en vano, un par de minutos de vuestras vidas en la lectura de estas letras. En realidad, cuando Ferrer se desplomó acalambrado sobre el cemento del sur de Florida, me emocioné y soñé con ser, al menos durante unos segundos de mi vida, ese gladiador alicantino que se cree, a sabiendas de que son basura, todos los mensajes de autoayuda para madrugar cada mañana para correr y entrenarse sabiendo que sólo aspira a ser el mejor de los perdedores, el mejor entre nosotros.



P.D. Si este post les ha parecido excesivamente pesimista entiendan que es domingo, que es de noche y que, nuevamente, llueve a cántaros del otro lado de la ventana. Pero bueno, como pensaría el propio Ferrer, al menos no llueve en este lado.



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¿Tú también?





Hoy el caso Bárcenas vuelve a estar en la calle. Resulta que unos cuantos cabecillas del PP, incluido su ilustrísimo presidente que es de paso el del gobierno de todos los españoles, accedieron a cobrar dinero sin conocimiento de Hacienda. Ahora se lamentan. No por haberlo intentado, sino por haber sido cazados. Hicieron lo que muchos hacemos también en nuestra vida cotidiana, pero con la particularidad de presentarse ante la opinión pública como defensores de sus derechos y portavoces de sus anhelos. Es decir, como políticos de casta, que invierten su juventud en pegar carteles y chupar pollas, no siempre literalmente, para trepar en esa especie de escalera que conduce a la fortuna material y a la ruindad espiritual.

La sociedad, claro, se ha rebelado. Lo ha hecho a través de twitter convencida de que con 140 caracteres se puede cambiar el mundo, derrocar a un gobierno y, además, parecer inteligente. Identifican el problema con los políticos actuales cuando en realidad éste sienta sus bases en la educación. Pero no en la de las escuelas públicas, privadas, católicas u ortodoxas, sino en la que se recibe (recibía) en casa. Cuando las madres, cuando digo madres me refiero a aquellas magníficas mujeres con capacidad para instruir en los principios más elementales del respeto a todo hijo de vecino con independencia de su manera de vestir, condición económica o ideología, desaparecieron del hogar, entraron de pronto los televisores y a través de ellos mil maneras de vivir la vida sin trabajar, sin respetar y sin pensar.

Pues bien, a mí me lo enseñó prácticamente todo mi madre y aunque seguramente ella también me hubiera insistido para convencer al fontanero de pagarle en efectivo y sin factura, sólo puedo estarle agradecido. Por lo menos tengo claro que no debo hacer lo que no me gustaría que me hiciesen a mí. Y en estos tiempos que corren, pues qué queréis que os diga, no me parece poco.

Si hubo otra influencia importante, ésta la ejerció el deporte. A través del deporte conocí a mis amigos y reconocí a mis potenciales enemigos porque de la honesta pelea por saltar más alto, ser más fuerte o más rápido, emanan los valores que configuran nuestra personalidad. En la lucha deportiva no hay máscaras ni poses, sólo seres humanos llevados al límite de sus posibilidades, desnudos ante la opción de caer derrotados. O así debería ser.

Con las declaraciones de Lance Armstrong en las últimas semanas se ha hecho público lo que muchos no queríamos creer. El deporte, actividad física tan vieja como el propio hombre, ha dejado de ser tal para convertirse en un asunto pluridisciplinar en el que los laboratorios juegan un papel similar al que representan los ingenieros en el éxito de un piloto de Fórmula 1.

Afirma el norteamericano que ninguna generación del ciclismo está libre de mácula. Por extensión, me atrevería a decir que no es el ciclismo el único foco infectado. En el tenis han sido muchos los sancionados, aunque en este caso el cumplimiento de las sanciones ha conducido en la mayor parte de los casos a una redención total. En el atletismo grandes estrellas se convirtieron después en grandes fraudes para el aficionado. Estoy pensando en Marion Jones o Tim Montgomery, por no citar al celebérrimo Ben Johnson. No se libran tampoco los grandes deportes de equipo. Todos sabemos que el COI mira para otro lado para que los jugadores NBA compitan en los Juegos Olímpicos y que en el fútbol fueron práctica habitual las transfusiones de sangre.

¿Entonces quién gana? ¿El que más talento heredó? ¿El que más esfuerzo puso para depurar dicho talento? ¿El que siendo rico de cuna contrató al mejor (peor) doctor? ¿El espectador, porque de esta manera ve espectáculos más grandilocuentes y alejados de sus más modestas posibilidades?

Perdemos todos. Porque el deporte es ante todo un espejo que retrata las aspiraciones del ser humano por superar los límites establecidos. Y no, la medicina no debería inmiscuirse en esta lucha que en algunos casos puede conducir a la muerte, pero que siempre, y digo siempre, ha de ser honrada y transparente. La victoria no es llegar el primero, es caminar sin atajos por esta senda que ya está de por sí lo suficientemente minada.

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