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Baloncesto preinfantil. La resistencia.



 

En el deporte no existe el principio democrático, no hay una igualdad real de oportunidades y de su reglamento y actual evolución no podemos esperar concesiones. Tampoco existe el engaño o la opacidad: las reglas son conocidas, las canastas están siempre, o casi siempre, a la misma altura del suelo. Tampoco es una meritocracia estricto sensu, no se engañen: la planta de los equipos, la capacidad natural de sus miembros para la resistencia, el desarrollo de la fuerza (la velocidad, el salto, los empujes…) o para asimilar el entrenamiento no son siempre las mismas, menos aún en equipos o escuelas donde no se llevan a cabo procesos de selección. 


Normalmente, como sucede en tantos otros campos, los mejores en determinadas capacidades lo serán siempre, más aún cuando nuestras horas de entrenamiento son tan pocas comparadas con las que se emplean en la adquisición de habilidades musicales o artesanales, insuficientes en todo caso para alterar el orden natural. Muchas veces siento que no somos agentes de cambio, sino notarios de la realidad. Inevitablemente nos gusta más la asistencia que la pérdida, el triple que entra limpio que el que cruza de lado a lado convirtiéndose en el primer pase del contraataque rival. Y de alguna manera lo hacemos saber. Y quizá deba ser así. 


Por este motivo pienso que nuestra principal función es la motivadora, antónima del “no pasa nada” y del “pasémoslo bien” que tanto desprecia el tiempo invertido y que, además, más daño hace a los jugadores menos aptos, a los menos capaces de partida, provocando que se lo pase mucho mejor el que ya sabe. Nuestra segunda función es la de incitadores o provocadores del intento por aprender algo nuevo, una auténtica prueba de fuego para la autoestima del chico o chica que lleva poco tiempo jugando al baloncesto a través del condicionamiento del contexto (forzar que se produzcan determinadas conductas). Ante el más que probable fallo, debemos reaccionar con mesura, creo que tampoco ayudamos cuando acudimos al “fracasa mejor” de Beckett porque el jugador nos toma por un trasnochado después de fallar una bandeja o de quedarse corto por atender a nuestras demandas. Y eso lima la confianza si no hay una correcta pedagogía detrás: una llamada a la humildad y a la paciencia que debe enseñarse a través del ejemplo (¿somos humildes y pacientes?). 




Este año, entre otras tareas, entreno a un grupo infantil, la categoría más salvaje para los niños y niñas, quienes ven cómo cambian repentinamente las condiciones: el volumen y la masa del balón, la altura de la canasta, las dimensiones del campo… En un deporte sin especialistas (en el que Yao Ming sabe lo que tiene que hacer, al igual que Muggsy Bogues) y sin demasiadas normas espaciales y temporales asumidas, sin una técnica individual asimilada, sin, en muchos casos, sobre todo cuando en mini se dedicaban a pasarlo bien, un bagaje motor suficiente, la pista de baloncesto se convierte en una gymkhana en la que saldrán victoriosos aquellos con la mejor combinación posible de cineantropometría, inteligencia y conocimiento del juego, una sabiduría que a edades tan tempranas va a depender fundamentalmente de los entrenadores que hayan tenido, una elección muchas veces azarosa tomada por unos padres que no tienen tiempo de hacer un análisis concienzudo (después de hacerlo de todos los profesores, de las academias y los conservatorios) de las aptitudes del profesor de baloncesto. 


Desde luego, el reto es monstruoso. En mi equipo hay jugadores que se caen hacia adelante por llevar el peso del cuerpo desplazado en esa dirección, hay jugadores que botan el balón delante del tronco, otros que son incapaces de desplazarse entre bote y bote porque no hay nada de gasolina en sus piernas o porque hay algo de exceso de peso en su tren superior o porque tienen los pies planos. Jugadores altos que no saben qué hacer con sus extremidades, silenciosas compañeras de viaje con las que llevan años conviviendo sin conocerse. La mayoría no podrían ver América en la proyección Mercator al observar únicamente lo que queda a la derecha de su nariz y muchos tendrían que comprar un billete de avión para separarse del suelo, incapaces de desencadenar el mecanismo del salto vertical. 


No sé si hacemos bien poniéndolos a jugar y me cuesta comprender cómo la experiencia puede resultarles gratificante, supongo que desde su punto de vista todo es distinto, y que a pesar de ello les resulta divertido. No tengo nada en contra de los que defienden las ventajas de la competición, pero creo que esta solo es maestra a partir de un determinado grado de habilidad adquirida. En las artes marciales se retrasa el inicio de las competiciones, el el rugby se empieza jugando sin contacto, en el volley hay muchas alturas distintas de red, en el fútbol se juega a 7 hasta determinadas edades, y en el baloncesto (y es peor en otros países) los mandamos a la guerra en partidos que más bien parecen de balonmano. Los invitamos a hacer lo que puedan para que, como sucederá también a los 18 años gane, como siempre sucede, el mejor: el niño mejor hecho por sus padres


En fin, todo esto para decir que yo entrenaría los sábados (abierto a los padres, por si les apetece asistir al ensayo y no a la función), que jugaría menos, con menos jugadores a la vez, con la canasta a 2,90, con un balón tamaño 6 y algún que otro ajuste reglamentario sobre los que no me quiero detener. Esto si quisiéramos avanzar hacia un principio meritocrático más relacionado con el esfuerzo y la capacidad de sacrificio que con la combinación natural de dones, aunque no termino de tener claro si el esfuerzo y el sacrificio no son también virtudes heredadas o aprendidas en casa, lo que fosilizaría el determinismo contra el que los tontos románticos luchamos sin demasiado éxito. Los partidos antes de la práctica y la asimilación de conceptos son, apenas, una ecografía del nasciturus. Cualquiera podría decir quién era el mejor el año pasado y quién lo será el próximo si no abandona su actividad. Otra cosa es que nos resulte divertido. Y que no pueda ser de otra manera (porque siempre ha sido así).


UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS


Curso 21-22. Aprendiz de maestro.

 



Por segundo año consecutivo, tras una grata experiencia con el grupo benjamín del Club Deportivo Tizona, he vuelto a planificar y coordinar la formación humana, atlética, deportiva y baloncestística (creo firmemente en este orden) de un grupo de minibasket en una misión que, y esto sucede en todos los clubes de España, parte de un presupuesto erróneo, pues se concibe como complemento de la principal, la del equipo senior del club, la del equipo profesional o semiprofesional. Es decir, los discursos van por un lado y la realidad material por otra: si el minibasket o la formación integral de los jugadores de cantera fueran lo más importante de las cosas poco importantes, las subvenciones de las administraciones, el prestigio y las condiciones laborales de sus entrenadores (que se compadecerían con la de su formación y espíritu para el aprendizaje de por vida) se alinearían con esta afirmación y el minibasket no quedaría limitado a esa nota al margen que escribíamos en el instituto cuando nos aburríamos.

 

Aun así, he de decir que la apuesta del Club Baloncesto Clavijo y del C.D. Berón es de las más coherentes y ambiciosas que he conocido y que la implicación de todos los elementos aledaños, imprescindibles en la creación de ecosistemas de enseñanza-aprendizaje efectivos, principalmente las familias, ha sido magnífica. De esta manera, motivado no solo por mi ética profesional, sino dando un paso más ante la observación de un germen propicio y una idea impregnada de un siempre bienvenido idealismo, he estado constantemente leyendo e intentando aprender más cosas sobre el niño, sobre el niño que será adulto, sobre las bases fundacionales del juego y el modo en el que pueden interactuar con el proceso de madurez de los niños, sobre comunicación y también sobre metodología del entrenamiento para intentar dar un paso más en mi capacidad de transmisión.

 


Como sucede muchas veces, la mejor propuesta bibliográfica que puedo compartir con vosotros no vino de un libro de baloncesto, y no digo esto porque tenga nada en contra de los títulos que se dedican al estudio más específico de este deporte, sino porque encontré mucha mayor inspiración y guía en El artesano (Sennet, R., 2008)  una obra que había leído para la elaboración de mi tesis sobre didáctica de la escritura creativa, un compendio de sabiduría orientado, en principio, a la comprensión de la figura del artesano, y del maestro artesano, que se hace numerosas preguntas sobre el valor de la producción, la adquisición de habilidades, la creación de entornos de aprendizaje, los valores que impulsan y provocan la calidad de las obras terminadas…

 

Nos dice Richard Sennett, para dar contexto a mi lectura y a esta lectura en la que intentaré fusionar los contenidos de este libro con nuestra práctica profesional como entrenadores, que la palabra Artesanía designa un impulso duradero y básico: el deseo de realizar bien una tarea, sin más. Creer e insistir en este mensaje es una de las principales misiones de un entrenador de minibasket, lo que podría traducirse en volcar su firme convicción de que entrenar es suficiente aliciente para seguir entrenando. Una de nuestras funciones pasa por crear artesanos, amantes de lo que hacen, no de sus resultados. Enseñar a entrenar por entrenar y a que los niños encuentren un goce personal y duradero, como bien dice Sennett, a prueba de todo tipo de frustraciones. No hay éxito ni fracaso en la elaboración de una vasija de barro, pues, si se rompe, se hace otra, con naturalidad y sin lamentaciones.



La utilización de herramientas imperfectas o incompletas estimula la imaginación a desarrollar habilidades aptas para la reparación o la improvisación. En esta frase, los entrenadores encontramos una llamada a la puesta en práctica de métodos y estilos de enseñanza más basados en la resolución de problemas, la asignación de tareas o el descubrimiento guiado que en el mando directo y el diseño de escenarios de alto control y, por consiguiente, elevado éxito. Hay que aprender a entrenar mal, dice mi amigo y gran entrenador Jenaro Díaz a menudo. Y creo que los padres y el resto de educadores deben también leer entre líneas estas palabras antes de darle a un niño el problema con sus soluciones o antes de sentarse a investigar por él el modo en que se resuelve, pongamos, un crucigrama.

 

Citando a Williams E. Deming, Sennett introduce el concepto de «artesanía colectiva», y afirma que el cemento que aglutina una institución se crea tanto a través de intensos intercambios como mediante el compromiso compartido. Dice, además, que un solista apartado del trabajo colectivo puede, en realidad, disminuir la voluntad de los miembros de la orquesta de tocar bien. También, que las empresas que muestran escasa lealtad con sus empleados reciben, a cambio, escaso compromiso por parte de estos. Esto tanto para entrenadores como para directores técnicos. También para quienes a veces dirigimos pequeños grupos de trabajo con entrenadores que están aprendiendo. Pero sobre todo para el funcionamiento diario de los equipos, también en minibasket, donde la concepción social del deporte aún es un constructo demasiado artificial para la mente mucho más simple del niño. Pero qué bueno sería que, en cierto modo, el entrenamiento no fuera una reunión de solistas, sino ese taller de artesanía donde unos y otros comparten con absoluta naturalidad el resultado de sus descubrimientos, la última obra elaborada por sus manos sin ánimo de abrumar, solo de compartir el asombro. Creemos escenarios para ello.

 

Leía hace poco, en un libro de Alan Stein Jr, Raise your game, este sí de puro baloncesto, que la clave para que jugadores, entrenadores, directivos o cualquier persona, en general, mejoren, es incrementar su grado de autoconciencia, de conocimiento de sí mismo. Sennett nos recuerda la regla de Isaac Stern, virtuoso del violín, cuanto mejor es la técnica, más tiempo puede ensayar uno sin aburrirse, y nos aconseja lo siguiente: despertar la autoconciencia es, precisamente, la manera de impulsar al trabajador a que mejore su trabajo.




 

Todo ello sin caer en ese perfeccionismo patológico y paralizante que empieza a extenderse como una suerte de lacra entre nuestros jóvenes. Si Bartleby prefería no hacer las tareas que se le encomendaban por pereza funcionarial, muchos de nuestros jóvenes optan por autolimitarse ante la perspectiva del fracaso, un constructo social que deberíamos limar y rebajar por sus cortantes y peligrosos bordes. En fin, como maestros deberíamos aspirar a que el niño sienta lo que Diderot debió de sentir al culminar su obra enciclopédica, ese trabajo de titanes: En la Enciclopedia percibo el sentido de paz y calma que emana de todo trabajo bien organizado, disciplinado y realizado con un espíritu tranquilo y satisfecho. En el trabajo bien organizado, disciplinado y ejecutado con limpieza y tesón deberían encontrar nuestros aprendices de artesano la satisfacción, aunque en una sociedad tan finalista sea complicado imprimir estos mensajes en sus conciencias. Y es que, en fin, solo quien acepte que probablemente no es perfecto, puede llegar a hacer juicios realistas de la vida y preferir lo limitado y concreto y, por tanto, humano. 

 

El taller del artesano es el escenario en el que se desarrolla el conflicto moderno y, tal vez, irresoluble, entre autonomía y autoridad. Y en estas seguiremos, ejerciendo esa autoridad que, como ocurría en el caso de los maestros artesanos, debe ser indistinguible de la ética, corrigiendo la crueldad que encierra a veces el “aprender haciendo”, en la medida en que muchas veces enfrenta a los aprendices a un sentimiento de insuficiencia, procurando generar atmósferas, diseñar tareas, sembrar valores, realizar rituales y acompañar a los aprendices de modo que sientan que pueden utilizar el modelo ideal a su manera, de acuerdo con su propio entendimiento (en este caso también de manera coherente con sus aptitudes físicas, su estructura anatómica, sus conocimientos previos…). Y creo firmemente que, aun en entornos colectivos en los que, como ya hemos dicho, aborrecemos a los solistas, contra la exigencia de perfección podemos reivindicar nuestra propia individualidad, que da carácter distintivo al trabajo que hacemos. Porque también somos un poco artistas.




 

UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

 

 

En el principio no fueron los conceptos

 




No soy ni mucho menos rencoroso. Entiendo el valor metafórico y eufemístico de la cigüeña como ave transportadora de bebés que salvó a tantos niños de comprender la naturaleza del indecoroso acto sexual antes de tiempo. Igualmente, comprendo el sentido de la regla de tres como argumento lógico útil para simplificar el acceso al mundo de las proporciones, por falaz que sea su formulación. Es más, puedo presumir de haber sido un niño disciplinado y poco preguntón cuando los adultos empleaban aquel manido “cuando seas mayor lo entenderás”. Todo este preámbulo para que descarten, de antemano, que el elemento contestatario sea la base del siguiente argumento: el baloncesto estaba antes y estará después de los conceptos en virtud de los cuales muchos procuran enseñarlo.

 

Es evidente, ahora nos resulta complicado pensar en un mundo sin fronteras, imaginar que nuestro país no es una península (“casi isla”) y renunciar al orgullo que nos provoca el hecho de ser latinos (descendientes de los habitantes del Lacio, región en el entorno de Roma) o ibéricos (pueblo situado en el este y sur de la ahora llamada Península Ibérica). Pero es que la misma península es un nombre, es decir, una mera convención que, solo a veces, anuncia o enuncia su significado (esa fue siempre su intención primera, pero modificaciones a lo largo de los años pudieron extinguir este vínculo entre significante y significado). No dudo que en el principio fuera el verbo y que nuestros antepasados se vieran obligados a nombrar para conocer. Pero qué condena esta, ¿no creen?

 

Vista desde el espacio, la Tierra no presenta fronteras, todos lo sabemos, pero todos lo olvidamos. En algún momento no hubo religiones instituidas (ni siquiera para poder negarlas) porque ni siquiera había instituciones, al menos conscientes de serlo. Pues bien, lo mismo sucede con el baloncesto, cuya esencia solo podemos intuir haciendo una ardua labor de prehistoriador, y puede que ni siquiera eso importe, porque, en definitiva, a veces olvidamos la simplicidad de sus elementos básicos: objetivo, móvil, número de jugadores, manera de puntuar y evitar que el rival puntúe.



Esta es mi particular cruzada cuando afronto el reto de su enseñanza. Pido perdón de antemano si no uso una jerga especializada, parece impropio de un escritor, pero, ya les digo, aun reconociéndole valor al lenguaje, creo más en los alfabetos de consumo interno, en esos idiomas que inventábamos de niños para que, precisamente, los adultos no pudieran entendernos. Es decir, hablando en román paladino, me la quieren soplar, aunque a veces los emplee, términos como “pasar y cortar”, “dividir y doblar”, “lado fuerte”, “lado débil”, primera ayuda, segunda ayuda, incluso puerta atrás. ¿Por qué? Porque no existían y siguen sin poder apreciarse desde el espacio.

 

Por supuesto, y he cambiado cien veces de idea acerca de este punto, ahora mismo creo que es mucho más importante que los jugadores a los que entrenamos conozcan su cuerpo y sean capaces de emplearlo con equilibrio, coordinación, flexibilidad y velocidad a que conozcan conceptos que a veces parece que ejecutan más para complacer a su entrenador que a un hipotético espíritu del juego, que no sabemos cuál es, pero que, desde luego, no necesariamente atiende a la lógica que se ha impuesto en base a una presunta utilidad que ni siquiera discuto: es verdad, un equipo que juega bien pasar y cortar puede ganar el partido a uno que no lo haga (en igualdad de factores mucho más determinantes), pero eso nos debería importar lo justo.

 

También, y en esto también he cambiado de opinión, he vuelto a pensar que es más importante que dominen las tres acciones principales que se pueden hacer con balón, en aras de una autonomía decisional que los lleve a amar el juego bien a través de su dominio o el reto que les supone, a tomar las decisiones que se ajustan a un esquema lógico heredado y que, ya les digo, no niego que pueda funcionar. Esto porque pienso que solo un dominio atlético y técnico puede conducir a que el niño se centre en conseguir, para él y para su equipo, meter más, o recibir menos, canastas que el rival.

 

Sin embargo, aunque tengo claro que quiero eliminar de mi particular diccionario de baloncesto las convenciones que algunos honorables maestros (esto sin dudarlo) acordaron para generar un idioma común y dotarse de un bagaje que, a través de la simplificación de estructuras, les condujera a resultados positivos, tengo más dudas en el método a utilizar para sustituirlo. Desde luego todo pasa por la táctica individual (íntimamente relacionada con la técnica individual) puesta al servicio de la causa colectiva, imbuida de valores que permitan este ejercicio, al mismo tiempo egoísta (ambicioso, orgulloso) y solidario (pues implica renuncias) que puede permitir meter canasta y que no te la metan.



 


Admito que me gusta transportar a mis jugadores a situaciones cotidianas de la vida en las que se ven obligados a colaborar (una tarea doméstica), luchar por la obtención de un bien escaso o defender algo que tiene un valor para ellos. Al menos así, hablándoles en términos que conocen, puedo establecer con ellos un puente o canal de comunicación, pidiéndoles una interacción continua que nunca debe resultarnos irrisoria: lo único que varía es la lógica desde la que se pronuncian las palabras, y ellos, en muchas ocasiones, están menos contaminados que nosotros.

 

Por otro lado, me gusta el concepto de iniciativa. Retarles a gobernar lo que ocurre en el campo. Y para mandar hace falta captar y procesar información, conocer cómo están distribuidas las piezas, al menos las esenciales para poder tomar decisiones (yo mismo respecto al campo, yo mismo respecto a mi defensor, mi defensor respecto a mí, los compañeros respecto a mí, los defensores respecto a mis compañeros). Esto con balón y sin balón, pues quiero a cinco jugadores tomando decisiones con, eso sí, la pelota y los aros actuando como centros de nuestro campo gravitatorio y los objetivos colectivos (meter canasta y que no nos la metan) en la mente. No en vano, y esto casi no es necesario explicarlo, aunque hay muchos chicos que se “equivocan”, la mayor parte de ellos, y de manera natural, se sitúa encarando el aro rival y de espaldas al aro propio.

 

Pero regreso a la iniciativa, un concepto, sí, no lo niego, pero muy anterior, pienso, a todas esas pajas mentales de profesores de la vieja escuela, a la mayoría de las cuales admiro, no me malinterpreten. Si nuestro compañero con balón lleva la iniciativa debo permanecer atento y a la expectativa de lo que pueda hacer (progresar, cocinar un ataque o demandar colaboración). Mi situación y la de mi defensor deben favorecer su acción, cualquiera que sea y, si mi defensor tiene otros planes, debo hacérselo pagar en aras de colaborar con mi compañero sin perder de vista, en todo momento, que lo que queremos es meter canasta. Lo mismo sucede con los jugadores más próximos al balón, cuya iniciativa, por este hecho, es anterior a la de un jugador más alejado de este. Esto no deja de ser una jerarquía, pero me parece más sencilla de trasladar a una lógica preverbal, preconceptual, que debería ser la propia de esos seres libres de contaminación que son los niños.

 

Podría seguir desarrollando este tema, diciendo que con la iniciativa perdida entraríamos en una fase de emergencia o cooperación humanitaria. O que con la iniciativa transformada en ventaja deberíamos jugar para aprovecharnos y reaccionar a la reacción de la forma que mejor colabore con nuestro objetivo principal, que debe ser meter canasta, algo que siempre va a ser más sencillo si progresamos con velocidad, control corporal y percepción de la pista, si somos capaces de combinar elementos, pasar con precisión, agarrar el móvil y predisponerlo para su lanzamiento en poco tiempo para hacerlo, además, con precisión.

 

En fin, creo que en el principio fue el atletismo, la psicomotricidad, los elementos condicionales, la propiocepción… Que después vinieron los fundamentos específicos relacionados con la existencia de un móvil de unas particulares características. Que al tiempo se impone una lógica que no es difícil de entender a través de la palabra iniciativa o cualquiera que se nos ocurra para que el niño comprenda que no juega para ser protagonista, sino para que el equipo meta canastas y no las reciba. Y que mucho más tarde, y solo si la suma de tácticas individuales, de inteligencias estratégicas particulares, no es positiva, va la enseñanza de conceptos que, además, no se desgasten, les va a explicar mucho mejor el entrenador senior que les pregunte por la lógica de la regla de tres y les pida que le crean cuando les cuente que los niños vienen de París, unas veces por desconocimiento, otras como demostración de fe en su ideario

 

Dicho esto, fracaso cada vez. No porque el equipo contrario nos gane por pasar y cortar. Sino por no saber explicarles que un individuo desconocido que se aproxima es peligroso y no debemos abrirle la puerta, por si se lleva nuestros Lego. Pero creo, humildemente, que al igual que el sistema educativo se equivoca al formar a los adultos del mañana con los parámetros de hoy (y no atendiendo a una mayor transversalidad en base a la humildad y conciencia de nuestra propia ignorancia), nos equivocaríamos como entrenadores si seguimos formando en conceptos que, aunque puedan llevarnos a ganar, no sabemos si seguirán vigentes cuando los alevines de hoy sean los senior del mañana y que, desde luego, no serían fáciles de explicarle a un marciano recién aterrizado en La Tierra, por producto de una simplificación que sean.

 

UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

El mayordomo de los fundamentos

 




El bote, cuando no es útil, no es bote, es abuso. De la paciencia y la confianza de los compañeros. Del entusiasmo y el dinero de los espectadores. Esto es lo que he querido transmitir en el primer turno del Campus Gigantes de Valladolid, organizado por Javier Hernández Bello y David Barrio, y acompañado por grandes amigos y compañeros, mientras, a través de la visualización de imágenes y la ejecución de tareas más o menos emparentadas con el juego real, hemos querido imitar el buen uso del bote del jugador del momento, un Cris Paul que ha venido a alcanzar la madurez cuando a otros se le agolpan las telarañas y solo piensan en la jubilación.

 

El bote es un fundamento medial, una herramienta que construye la casa pero que no forma parte de ella, que aquilata triunfos más por defecto que por exceso, pero que necesitamos, toda vez que fue incluido en unas reglas que originalmente no lo contemplaban. El bote, tal y como apunté al final del vídeo y de los entrenamientos, es el Robin de los fundamentos, o Alfred, el mayordomo, como sugirió uno de los jugadores. Suple, acompaña y complementa a los dos fundamentales: el pase y, desde luego, el tiro (finalizaciones), que vendrían a ser Batman.

 

Sobre él se han elaborado muchas teorías, algunas con la visión nublada del enamorado y otras con la perspectiva nostálgica del que lo prohibiría de nuevo, por fomentar el egoísmo, dificultar la circulación de balón o atentar contra el noble espíritu del baloncesto que se jugaba en sus tiempos, eso sí que era baloncesto. Lo cierto es que con el trabajo realizado, también el previo de preparación de los materiales didácticos y las sesiones, y con estas reflexiones a posteriori, no vengo ni a demostrar ni a desmontar, sino a proponeros algunas ideas que nos hagan pensar al respecto.  

 

Con relación a las caras del balón creo que hay un consenso generalizado sobre la necesidad de manejar y estar familiarizados con todas ellas. En situaciones de lectura o desplazamientos laterales sin perder de vista la canasta (y con el cuerpo orientado hacia ella), también en el inicio de los cambios de ritmo y las frenadas o antes, por supuesto, de iniciar una acción de pase o tiro, la mano debe recorrer al menos dos de ellas, alargando el tiempo que el balón pasa en la mano y escondiendo, así, la verdadera intención. No solo por reglamento, sino también por ser un obstáculo para la coordinación de tren superior e inferior en la mayor parte de los casos, desecharía la idea del acompañamiento o manejo, aunque jugadores como Luka Doncic alarguen la pausa en el bote llegando a colocar la mano en la cara inferior del balón.

 



En cuanto a la disociación del trabajo de los pies y el de la mano o bote, creo que también existen consensos, aunque aquí, como en los puntos que veremos a continuación, lo importante es manejarse en la armonía y en el ruido, ser a veces metrónomo y, otras, improvisadores. Desde luego, tener la capacidad de mostrar cosas diferentes (no solo con los ritmos, sino también con la colocación o dirección de los distintos segmentos corporales), de anunciar intenciones distintas, es siempre útil en un deporte de oposición y de objetivos contrapuestos.

 


También me parece clave jugar con el binomio actitud-intención. De ahí que sea relevante adelantar, aunque sea en décimas de segundo, la toma de decisiones; basarla en una intuición y no en una lectura a posteriori que desencadene una reacción, aunque siempre debamos estar alerta. Ante la visión, casi premonitoria (aunque basada en la experiencia y la memoria de acciones anteriores, vistas o vividas), de lo que va a suceder, el jugador toma una decisión y debe, por lo tanto, esconderla hasta el último momento, debiendo disociar en todo caso su actitud corporal de su verdadera intención.

 

Utilicé a Elastic man, de los Cuatro Fantásticos, para hablar de la amplitud del bote y la necesidad, nuevamente, de manejar cualquier anchura, pues no es siempre lo ideal llevar el balón muy lejos del tronco para ganar libertad de movimientos y engaño y será necesario también llevarlo delante y lejos de un defensor que nos persigue, o meterlo por un espacio reducido buscando esos espacios intermedios donde el atacante reina mientras los defensores se miran y repasan las reglas defensivas buscando una explicación y, muchas otras veces, demasiadas, un culpable.

 

Me serví de un duelo a espada de La máscara del zorro para hablar del bote de amenaza y de la necesidad de tantos y tantos jugadores que observo de elevar la altura de los hombros e intercambiar, en general, los diferentes grados de angulación de la espalda y de amplitud de los pies durante el ataque con vistas a poner máxima presión en el defensor. Para ello, con el símil de Los Picapiedra, quise explicar la necesidad de cambiar ritmos y velocidades en muy poco espacio, de acelerar de súbito y frenar en seco, una tarea a realizar, como casi todas, en estrecha colaboración con los preparadores físicos.

 


Por último, me serví del caballo del ajedrez para explicar la necesidad de jugar con ángulos y variar trayectorias (algo que aprendí de las reflexiones de Jenaro Díaz), saltando por encima de las piezas defensivas hasta insertarnos, nuevamente, en esos espacios intermedios de duda y desconcierto. Cris Paul dibuja eles por el campo, mezclando ataques y retiradas, provocando la somnolencia de defensores que despertarán demasiado tarde.

 

En fin, hay mil detalles a aportar con el bote y muchas de las normas, interesantes dentro del proceso de enseñanza, se muestran rígidas ante las nuevas necesidades. Ya no sirve el bote plano, ya no vale manejar con una mano, ya no bale el bote bajo ni únicamente el bote lejos, ya no vale echarla cuanto más adelante mejor ni usar el menor número de botes posibles, pues el último, un bote fuerte, casi en el pie, amplía el arsenal consecuente y mejora la siguiente acción, a la que el bote se debe como buen mayordomo, como buen Sancho del pase, el tiro y, por lo tanto, de los éxitos del conjunto. 




 

UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

Diario de un encierro. Día XX






"Ha llegado el profesor de baloncesto"


Desde mi cómodo encierro hogareño, al que le sigue faltando el tacto de personas especiales, la conversación inteligente, y sin pantalla por medio, con otras a las que también admiro, y la reconfortante soledad de mis cafeterías oficina, con sus seres anónimos y llenos de secretos, al menos para mí, hoy me he acordado de los chicos y chicas de la residencia infantil y del centro de menores en los que colaboro como “profesor de baloncesto”, ese nombre con el que alerta de mi presencia el guardia de seguridad de uno de ellos, y que, a pesar de gustarme, tan vagamente se ajusta al verdadero perfil de quien les escribe.

(No busquen la conexión entre párrafos, quizá no la haya). Esta tarde he estado siguiendo a unos cuantos amigos charlar sobre minibasket, abarcando un amplio abanico de materias alrededor de su enseñanza. El seguimiento ha sido relativamente masivo, mayor de lo esperado, en cualquier caso, y el debate ha sido interesante. Yo me reconozco lego en la materia, entre otras cosas porque nunca he sabido expresarme en el lenguaje de los niños, o porque mi inteligencia es básicamente verbal, mucho más apta para convencer a quienes ya han formalizado la lógica del español y entienden las nociones abstractas de mis discursos y arengas. Yo sí creo, como sugirió Rafa Gil en el debate, que faltan entrenadores/profesores de minibasket, pero no creo, como se solía decir, que estos deban ser los que más saben de baloncesto. ¿El del senior al mini? En mi opinión no.

Es más, les diré lo siguiente. Creo que al hacer jugar a chicos tan pequeños a un deporte tan normado les cerramos en exceso el campo de posibilidades. Hacer convivir a diez niños y/o niñas en el 26x14 que suelen medir muchas pistas de minibasket, o en el 24x13 o inferior en el que los hacinamos a menudo, requiere de la intervención de un adulto, claro, por poco hay que llamar a las fuerzas de seguridad. Estoy casi convencido de que el nivel perceptivo de un niño que maneja un balón, incluso de un niño que juega sin balón, no va más allá del tercer nivel de lectura, siendo el primero su posición en el conjunto del campo y en relación con la canasta, el segundo su relación directa con el defensor y el tercero su relación directa con el compañero, y su defensor, más cercanos. Ojo, esto pasa también en senior. ¿Cuántos pases a la puerta atrás o a la continuación son interceptados porque no se ha llegado a reconocer la intervención de un tercer jugador?




También es necesario un adulto para que entiendan y compartan los objetivos del equipo: meter más canastas que el contrario. Incluso parece obligatorio que todos entiendan conceptos como línea de aro, línea de pase, ayuda, finta, cuestiones que un niño suficientemente estimulado por el juego podría comprender naturalmente si de verdad siente la necesidad de robar el balón y depositarlo en el aro: a estos los llamamos niños precoces. Entrenando colectivamente, porque parece inviable dar verdaderamente a cada uno lo suyo, equilibramos motivaciones y compensamos energías. Y claro, nos pasa como en la escuela, que el ritmo lo marca el individuo que estadísticamente se sitúa en la mediana, en la cúspide de la campana de Gauss.

Por eso creo que, sin desdeñar las experiencias que pueda añadir el minibasket al currículo formativo de una persona, es necesario combinar esta participación con su presencia en un deporte individual y, no sé por qué, me gusta el tenis por los desplazamientos y la coordinación óculo manual que exige, por su constante toma de decisiones (con toda la carga atencional y perceptiva que esta demanda) y por la necesidad que tiene el jugador de autorregular sentimientos de euforia o frustración, así como de comprender la globalidad del partido, su vertiente estratégica, hecho que, inopinadamente, en el baloncesto asumimos los entrenadores. Cuántas veces echamos de menos esa “lectura de partido” entre jugadores profesionales de baloncesto, cuántas esa capacidad para empezar mal un partido y terminarlo bien. Cuántas nos lamentamos por los déficit de atención. 



En fin, sé que esta reflexión no va a ninguna parte. Ni siquiera tiene un propósito concreto porque la tesis es, en sí misma, ambigua. Sirva de algo, si acaso, si nos hace más conscientes de lo que hacemos y nos invita a reflexionar sobre el valor de cada palabra y cada gesto, de cada segundo de entrenamiento. Sobre todo a los verdaderos profesores de baloncesto, de minibasket, a los que tanto admiro.

UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

De vuelta de los campus





Tengo muchos motivos para seguir acudiendo cada verano a diferentes campus. En todos ellos, de manera más o menos casual, coincido con buenos amigos (el concepto de amistad es más laxo cuando se trata de basket, nos basta con respetarnos cuando hablamos de baloncesto), me reencuentro con chavales –sí, aunque no sean los mismos reencontrar es la palabra exacta– cuya ilusión aún no se ha visto corrompida y entreno a mi cuerpo, entre otras cosas por el modo en que se alargan las reuniones nocturnas, para lo que le espera durante la temporada. Tras tres semanas casi consecutivas, agradezco el parón pero, al mismo tiempo, echo de menos la pista y la enseñanza, también las bromas que nos cruzamos, muchas de ellas ácidas, sobre esto que, no sin cierta sorna, llamamos profesión.

Este año, además, concretamente durante el Campus Gigantes que tuvo lugar en Valladolid, sufrí una suerte de revelación. Una epifanía que me ha llevado a replantearme el modo tradicional de enseñanza, basado, por más que se debata (acompáñenme, si no, por los colegios de cualquier ciudad), en la adquisición de una serie de herramientas motrices relacionadas con los tres elementos que definen el baloncesto respecto a otros deportes: el bote, el pase y el tiro. Toda una putada para los chavales, cuya mano es infinitamente más pequeña que la del balón y su musculatura se encuentra aún por desarrollar. Toda una aberración desde el punto de vista del cuidado de la autoestima, por más que haya que sembrar sin pensar en el fruto, por más que crea firmemente en la idea de plantar árboles que no veremos crecer.

Todo lo que hacen los jugadores pequeños es compensar su falta de fuerza con gestos que el día de mañana habrá que borrar de su memoria muscular (giro de caderas, que conduce a rodillas mal alineadas, y hombros, apertura exagerada y posición heterodoxa de los pies, manos demasiado juntas en el balón,...). Cuando lleguen a tener un cuerpo de adulto su tiro será totalmente diferente (un gran entrenador de tiro les pedía quedarse cortos, pero tirar bien. Quedarse cortos, repito), y lo mismo sucederá con cada uno de los fundamentos, viciados de origen para no sufrir el ostracismo, el aislamiento social que sufre el que no es hábil o diestro a juicio de los demás (menos mal que somos libres). Menuda putada, insisto. Con la cantidad de cosas que podrían aprender –tocar el piano, hablar idiomas, relacionarse,…– mientras van de cono en cono adquiriendo una coordinación excesivamente específica que, en el mejor de los casos, les podría servir para imitar el caminar de un borracho.

Ello por no hablar de lo que les ocurre a los jugadores grandes. Incapaces de poner un balón en el suelo sin que sea rapiñado por los hambrientos roedores en esa selva de características evidentemente darwinianas en que se convierte, demasiado pronto, la cancha. Niños que tienen que hacer un esfuerzo enorme para mover palancas excesivamente amplias sin tener la fuerza necesaria en el otro extremo de las mismas. Niños que llegan tarde a todo porque mientras accionan el movimiento de echar a andar, o a correr, los demás ya han llegado a la otra pista. Para eso que les compren entradas a pie de pista en el Staples.

Luego te encuentras con que apenas cuatro o cinco gatos contados llegan a selecciones sub 16 o sub 18 después de haber sido los mejores en minibasket. Y con casos bastante habituales de chicos, más chicos que chicas, que empezaron a jugar hacia el final de su adolescencia (Embiid, Willy, Raúl Pérez, sí, el tirador) y que llegaron a dominar las herramientas antes mencionadas en muy escaso tiempo Y te llenas de argumentos para retrasar el inicio de la competición, como ya hacen en algunos países avanzados como Canadá donde insisten en el "learn to train" y el "train to train", o para invertir el tiempo que dedicamos a la técnica y a la táctica individual (y hasta para cambiar el nombre de estos tecnicismos), priorizando la práctica de la intuición, de la inteligencia espacial, del ingenio en la búsqueda de soluciones, sobre los conceptos que, a veces sin darnos cuenta, empezamos a implantar reduciendo el vasto número de posibilidades que encontraría un niño si en vez de un mapa del mundo le enseñáramos eso, el mundo.




Urge sustituir el concepto por la metáfora (la puerta atrás es una colleja al defensor despistado o una palmadita por lo bien que lo ha hecho). Hay que celebrar el error como si fuera un triple sobre la bocina en vez de ser conservadores para intentar ganar el partido del próximo domingo, aunque sea la final del Campeonato de España mini en San Fernando, pidiendo pases de pecho o consumir las posesiones. Hay que eliminar el sesgo pavloviano con el que seguimos educando (silbatos, conos, rutinas,...) en la búsqueda de un silencio absoluto, un orden perfecto, un juego que se ajuste a las categorías que llevamos preconcebidas, reduciéndolo a algo tan infinitamente pobre en comparación con lo que podría llegar a ser que me doy hasta vergüenza a mí mismo por haberlo hecho tantas veces (y las que vendrán).

Y volveré a los campus, claro, a verme de nuevo con los viejos amigos, a reencontrarme con los jóvenes aún enamorados del baloncesto. Eso sí, si me dejan, y aunque no me dejen si consigo que siga grabada en mi piel esta sensación que apenas me deja escribir, la próxima vez lo haré diferente. Al menos pretendo celebrar como un gol por la escuadra el pase que termine en la grada buscando una línea de pase que yo no vi. Que no nos jugamos la vida en cada partido, coaches. Que seguimos sin gobierno y aquí no ha pasado nada. 

UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS. 

Al nordeste de la ciudad




Han pasado más de dos décadas. Fue en Radio Voz, durante la temporada del histórico doblete del Atlético de Madrid. Cada semana, antes y después de que el equipo dirigido por Radomir Antic disputara su encuentro, Andrés Montes clamaba aquello de “algo se mueve al sur de la ciudad”. Esta frase, una más dentro de un amplio catálogo de chascarrillos ingeniosos, conectaba con la audiencia colchonera y la rescataba de las pesadillas anticipadas de un nuevo lunes en la fábrica o la oficina. El pequeño locutor sabía cómo entretener y entusiasmar aprovechándose de la asombrosa existencia de las ondas electromagnéticas y la radiodifusión, de esa magia que concede la distancia física entre el emisor y el receptor del mensaje.

Esta semana he podido comprobar cómo otro sector geográfico de la capital reclama para sí un merecido protagonismo. Como técnico de la séptima edición de los Golden Basket Camp, he comprobado que no hay otro sitio como Madrid para entablar relaciones y establecer contactos en ámbitos muy diversos, en este caso el baloncesto. Más aún si, como sucede en Daganzo de Arriba, se juntan unos cuantos locos y empiezan a dar forma a un proyecto humilde pero ambicioso anclado en el amor al deporte y la firme creencia en unos cuantos valores. No demasiados. Los suficientes.

Cuando acepté la propuesta de Raúl Moreno, director del campus y entrenador del primer equipo del Baloncesto Daganzo CDE, con quien tuve la suerte de coincidir en el Curso de Entrenador Superior hace ya tres años, lo que más me apetecía era conocer otra realidad baloncestística, saber qué se viene haciendo en otras coordenadas geográficas y acceder a nuevos y enriquecedores puntos de vista. Como cicerones de todo ello, conté con la inestimable colaboración de Felipe Rodríguez, entrenador del club, y Cedric Arregui Guivarch, también compañero en el curso. Viéndolos trabajar y comunicarse con los chicos engordé mi mochila de conocimientos y posibilidades didácticas de cara a futuras temporadas, aunque agradeceré el reposo que me ha de llegar el próximo 2 de agosto para iniciar el necesario proceso de reflexión, ese que otorga sentido y separa lo esencial de lo anecdótico. 

Del campus destacar la orientación claramente volcada al trabajo y la mejora, la ética del esfuerzo con la que primero se comulga y luego se pregona. Con una ratio de cinco a siete jugadores por entrenador es muy sencillo dar calidad a las tareas y, fundamentalmente, a las correcciones. Me gusta la idea de que los campus sirvan para abrirle a los chicos una ventana de posibilidades y motivarlos para que se asomen a través de ellas. Muchos de ellos, de hecho, conocieron posibilidades técnicas y conceptos de táctica individual absolutamente nuevos. Ahora los reconocerán en la tele y los practicarán en los parques. Así, de esta manera, poco a poco habrá más “baloncestohablantes” en el mundo, un idioma claramente vinculado a los dialectos de la solidaridad, el trabajo y la fe, los mismos en los que Moussa Diagné (pívot del Barcelona) y David Sainsbury (Monk, primera división belga), jugadores invitados, se dirigieron a los chicos en una lección de humildad y simpatía. 

De nuevo en lengua castellana, en la de un ciudadano de a pie cobijado en un dormitorio cualquiera de la España vacía, echo de menos esa vida baloncestística que se respira en Madrid, donde, además de un metro siempre a punto de partir, hay un loco en cada esquina, un soñador que no entiende de lindes, autoprofecías catastrofistas ligadas al cultivo de la tierra o atávicos miedos que invitan al conservadurismo. Desde el silencio de una Salamanca veraniega aún me llega el eco procedente de Daganzo. En la voz de Andrés Montes escucho “algo se mueve al nordeste de la ciudad” mientras me envuelvo en la paz y envidio, al mismo tiempo, el movimiento. 

Gracias por todo, chicos. ¡Volveré!


UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

Fracasa mejor






"Da igual. Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor". 

(Samuel Beckett)


Ayer tarde di con un artículo sumamente interesante en la página personal de Daniel Barreña, coach deportivo, en el que reflexiona sobre el excesivo valor que concedemos al error desde todos los puntos de vista, es decir, tanto si somos nosotros los que los cometemos, como a la hora de juzgar aquellos en los que puedan incurrir los demás. En él plantea el sobrepeso cultural que acumulamos, siendo la culpa una cuantiosa herencia de la tradición judeocristiana, esa que aprendemos a mamar desde muy chiquitos dándonos golpes en el pecho (ya saben, “por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa”) o asumiendo alegremente que un hombre –no cualquier hombre, se supone– tuvo que dar su vida para redimir nuestros pecados.

Esto, trasladado al ámbito de la enseñanza de un deporte y, más en concreto, a una sesión de entrenamiento de un equipo de baloncesto, debe conducirnos a los formadores a una suerte de toma de conciencia: El error es inherente a la práctica del juego, a la ejecución de gestos técnicos, a la toma de decisiones, a la existencia de un equipo rival cuyo éxito, en defensa, pasa por llevarte a cometer el mayor número de ellos. Conviene tenerlo en cuenta para convivir con él evitando caer, y hacer caer a los jugadores, en el pozo de la frustración. Ahora bien, convivir no es olvidar, dejar pasar sin más un material tan importante, pues, ante todo, el fallo es una fuente fundamental de información, y así debe ser percibida por el equipo y los jugadores. Preguntarse qué se pudo hacer distinto es el anticipo necesario de eso que Samuel Beckett bautizó como “fracasar mejor”. Así viene avanzando la ciencia desde los tiempos de Arquímedes.

En el artículo, Daniel Barreña nos propone observar detenidamente la reacción de los jugadores a los posibles fallos cometidos en el pase, el lanzamiento, el seguimiento de un sistema,… De esta manera, afirma que todos llegaríamos a la conclusión de que cada vez más jugadores crecen obsesionados por no cometer errores. Ello, que puede tener que ver con factores sociológicos y de psicología social que nos van empujando hacia la dictadura del perfeccionismo (un entorno cada vez más global y competitivo exige cada vez mayor excelencia), también puede entroncar con el ambiente que como entrenadores generamos en la pista de entrenamiento.

Ahora bien, es muy fina la línea que separa la convivencia pacífica y amable con el error con la desidia a la hora de corregir ejecuciones o elecciones poco apropiadas en una pista de baloncesto, más aún teniendo en cuenta que el objetivo último de toda acción ofensiva pasa por anotar un móvil en un aro poco mayor que él. Y no solo eso, más allá de la precisión exigida por definición, todo deporte de equipo requiere de un nivel de responsabilización con el grupo. Cada individuo debe asumir su compromiso con la mejora particular y ello, entre otras cosas, implica aumentar los porcentajes de acierto.

Por lo tanto, errores, sí, claro, en la búsqueda de la excelencia, en el ejercicio de la libertad creativa y de una osadía espiritual. Pero errores, no, ni en bromas, por falta de concentración, por ambición mal entendida o desconectada de los objetivos del grupo, por terquedad o incapacidad para la escucha atenta y, por supuesto, por el mismo miedo al error.

P.D. Esta es mi visión sobre el error a fecha de 4 de noviembre. Y si no les gusta… No tengo otra, por el momento.


UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

El día que dejé el baloncesto






El día que dejé el baloncesto duró menos de un día. Ni siquiera soy consciente de cuándo ocurrió. Fue un simple arrebato, una adolescente locura sin reflexión previa. El fruto de una mala tarde, tal vez de una mala experiencia o de un reproche que afectara a mi autoestima. En cualquier caso, una mala decisión de la que tardé horas en arrepentirme. Pero no siempre hay marcha atrás. Y he aquí el asunto de este post. Hoy quiero acordarme del joven que abandonó sin condiciones la práctica de este deporte, de aquél que se deshizo para siempre de sus zapatillas o de ése otro que nunca volvió a detenerse al pasar ante una cancha llena de niños corriendo detrás de un balón naranja.

Hoy en día, y más que nunca, el deporte supone el asidero perfecto, el menos nocivo de los pasatiempos bajo el que guarecerse en estos tiempos de crisis. Es una fuente de disciplina, de amistad, de esfuerzo y recompensas que no siempre tendrán que ver con un marcador o una medalla. El baloncesto, como juego colectivo, supone la puesta en común de talento y trabajo, de aptitudes y actitudes. Es una auténtica escuela de vida y de convivencia en la que nunca dejamos de aprender.

Pero no hay placer inocuo. Ni siquiera el baloncesto. Y no me refiero solamente a las dolorosas lesiones que cortan de raíz con las ilusiones de muchos jóvenes y no tan jóvenes. Hablo, más bien, del cincuenta por ciento de los chicos y chicas que entre los diez y los dieciséis años deciden, “voluntariamente”, abandonar la práctica del baloncesto. Las motivaciones varían desde un cambio en las prioridades, la imposibilidad de compaginación con los estudios o la pérdida de interés por el deporte. A estas motivaciones más subjetivas hay que unir aquellas otras de cariz más institucional que tienen que ver con la insuficiencia de la oferta tanto en términos cuantitativos como cualitativos.


Es, sin duda, la pérdida de interés, la que más me preocupa desde mi óptica personal. Considero que la labor de un monitor deportivo habrá sido loable siempre que haya sido capaz de inculcar entre sus pupilos un espíritu deportivo con reflejo e incidencia positiva en su vida cotidiana. Lo cierto es que el baloncesto encierra en su esencia principios como la lealtad, el compromiso o el esfuerzo que chocan con los principales axiomas de nuestro tiempo basados en lo epicureo y lo frugal. En lo material por delante de lo espiritual. Duele ver cómo muchos chicos (y chicas) sólo llegan a conocer la epidermis de nuestro deporte, sus gestos o, como mucho, sus reglas. Recordarán cuando y cómo hicieron un determinado movimiento, pero olvidarán lo que sintieron al realizarlo. No habrán comprendido el valor de formar parte de un equipo, de ser uno de los doce. De ser doce para uno.

Los niños tienen excusa. Tienen derecho a equivocarse y comprobar que el rumbo por el que nos conducen las modas y la baja política es el de la eterna insatisfacción, el de las carteras llenas (no siempre) y las conversaciones superfluas. Pero nosotros, como adultos más o menos expertos, tenemos el deber de hacer llegar nuestra pasión, de promover el respeto hacia el compañero y de fomentar el altruismo en el interior de un vestuario. Lo haremos enseñando baloncesto. Como medio y como fin. Es nuestra obligación innovar y hacer nuestras sesiones divertidas; generar entusiasmo para, de esta manera, ser más efectivos a la hora de trasladar nuestro mensaje.

Aun así, muchos se quedarán en el camino. No siempre se puede vencer ante gigantes disfrazados de molinos. Numerosos jóvenes caerán en las tentaciones de lo fácil e inmediato, del amor de barra de bar y del amor a la propia barra. Otros lo sacrificarán por lo apretado de las agendas y por las exigencias de un modo de vida cada vez más esclavizante. Habrá que ser pragmáticos e incluir estas pérdidas en la cuenta de “otros gastos” pues habrán merecido la pena si conseguimos, de alguno de nuestros chicos o chicas, declaraciones de amor hacia nuestro deporte como las que dejaron algunos de sus más virtuosos representantes el día en que se despidieron de la práctica profesional.





Me gustaría conocer vuestras opiniones acerca del cese prematuro de la actividad deportiva, sobre las causas que pueden conducir al abandono del deporte. Entiendo que no hay recuerdo más triste que el del día en que nos despedimos para siempre de algo que hemos querido. Por eso yo no le voy a dar la oportunidad a la memoria pues el día que deje el baloncesto, en sus múltiples formas y vínculos, será el último de mis días.

UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS