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Aviso para navegantes

 



Que los New York Knicks perdieran una ventaja de 17 puntos en 6:22 después de haber dominado el primer encuentro de la eliminatoria ante los Pacers puede ser una anécdota. Que los New York Knicks perdieran una renta de 14 puntos en los últimos tres minutos de juego puede ser calificado como un suceso improbable. Que los Indiana Pacers remontaran ocho puntos en menos de cuarenta segundos cabe definirlo como un suceso altamente improbable. Que Tyrese Haliburton anotara sobre la bocina un lanzamiento de dos puntos que tomó creyendo que era de tres puntos, que se elevó varios metros por encima del aro hasta caer dentro del mismo y propiciar la prórroga (aunque en la mente de Haliburton y tantos otros pareciera el tiro que daba la victoria) debe servir, por encima de todo, como un recordatorio.

 

Poco menos que un aviso del tipo de los que lanza el planeta a los arrogantes seres que creen tenerlo domado y a sus órdenes. Una alerta que funciona como cláusula de humildad intelectual, algo que muchos de los actores de este deporte deberían firmar antes de adjudicarse la capacidad de querer modificarlo a su capricho, a base de algoritmos y viejos y nuevos usos de la ciencia y la matemática, para dar una ventaja comparativa a sus equipos sobre los rivales partiendo de un presupuesto al menos discutible: el baloncesto puede ser estudiado con las bases del método científico; el baloncesto puede ser estudiado, conocido y alterado en base a categorías y conclusiones derivadas de modelos que han servido para el estudio, el análisis y la alteración de sistemas de otro tipo, mucho más regulares y predecibles.  

 

Y yo, desde mi posición de natural escéptica, también ignorante, pues no conozco en profundidad los principios que hay detrás de estas aproximaciones, me pregunto si las regularidades o patrones sobre los que se asientan informes estadísticos, análisis multivariables y diagnósticos revestidos de cientifismo sobre el funcionamiento del equipo, el rendimiento de un jugador u otras cuestiones que, efectivamente, no lo discuto, pueden ser medidas y comparadas con otras, no obedecen más a la necesidad de hacer entrar en el molde los millones de casos y las múltiples variables que se combinan, no siempre en base a patrones, en una cancha, para alcanzar certezas que dejen tranquilos a entrenadores, asistentes, analistas y, efectivamente, científicos: «hicimos lo que nos decían los datos».

 

Comprendo, de sobra, que haya ciencia del deporte, que es ciencia natural y es pura biología, en especialidades como el atletismo, la natación o el ciclismo. Que haya alta ingeniería en el diseño de un formula uno o una moto de carreras. Que haya mucho de física en el golpeo de una pelota en el beisbol o el golf. También en el tiro libre, el único que se realiza desde la misma distancia del objetivo y sin oposición, aunque no siempre en las mismas circunstancias, el mismo entorno o contexto. Comprendo que haya una estadística que refleje e informe de lo sucedido y pueda tenerse en cuenta para intervenir en lo que deba suceder en un futuro, como parte de un acervo que los entrenadores deben conocer y saber interpretar.

 

Pero todo en su justa medida, acompañando y enriqueciendo la información cualitativa, dialogando con otras fuentes, siempre tras el filtro de una mente que conoce los porqués de los estadísticos, pero, sobre todo, en qué medida pueden resultar útiles (y, en este caso, ustedes me perdonen, es mejor pecar por defecto e infravalorar su impacto a caer en todo lo contrario y dotarlos de una entidad que no tienen por ser la toma de datos poco fiable, la muestra insuficiente o por estar su categorización viciada por los sesgos de los especialistas). Nada ni nadie más peligroso que alguien que nunca miente o que se declara aséptico o neutral. Toda selección de datos es subjetiva, toma unos y descarta otros. Toda presentación de estos puede dejar entrever qué piensa el que los tomó, no por malicia o interés, sino por un posicionamiento propio y personal ante esta cuestión.

 

Ojo, no digo que este campo de conocimiento no deba tener un hueco en los cuerpos técnicos o directivos de organizaciones deportivas que, entre otras cosas y cada vez más, deben presentar resultados, también económicos. Ojo, con esto no estoy diciendo que los resultados de investigaciones con cada vez más y mejores datos no aporten ideas que puedan jugar un papel importante en la toma de decisiones de una entidad o de un equipo de baloncesto. Pero me gustaría recordar cómo el ingente número de variables que entran en juego y que podrían ser estudiadas desde la óptica de numerosas disciplinas distintas debería invitarnos a la prudencia: en definitiva, no sabemos qué factor o factores, a priori, van a ser los que determinen el resultado del encuentro. No hay fórmulas certeras, ni siquiera mágicas.

 

Espero no haber dado la impresión contraria: los quiero a todos cerca y alineados. A psicólogos, a matemáticos, a especialistas en el tiro, a nutricionistas, a traumatólogos, a fisioterapeutas, a ideólogos, a especialistas defensivos, a especialistas ofensivos, a delegados de equipo y de campo, a utilleros, directores deportivos, generales y gerentes, a entrenadores principales, general managers y, desde luego, a aficionados. Pero, honestamente, nos quiero a todos (yo no sé lo que soy en todo este árbol de especialidades) postrados ante el juego, conocedores de su historia, humildes ante su grandeza. Nos quiero a todos asombrados y admiradores de su diversidad, de su impredecibilidad, absortos ante la incertidumbre que le es propia.

 

Lo firma un admirador de Guardiola, quien este año ha comprendido lo que conlleva querer domar un deporte, caparle sus instintos, adiestrarlo jugando a ser un dios. Lo firma un lector de historia e historias que vio en el tiro de Haliburton la repetición del tiro de Don Nelson en el séptimo partido de las finales de 1969 en el Forum de Inglewood, cuando el balón casi tocó los globos que tenían preparados los angelinos para la celebración del anillo. Lo firma Haliburton al celebrar lo que pensaba que era un triunfo del mismo modo en que lo hizo Reggie Miller hace ya treinta años, recordándonos que la historia siempre se repite (unas veces como tragedia, otras como farsa). Lo firma Haliburton redondeando sobre la bocina, y gracias a la victoria en la prórroga de su equipo, una remontada con el tiro de menor valor relativo en el baloncesto, el que nunca nadie debería intentar lanzar en base a la estadística y la ciencia del deporte: un «long two», así, en inglés.

 

Y yo me reconcilio con el deporte y con el baloncesto, y desde ayer, también cuando veo a Thibs y Carslile en los banquillos de ambos equipos, me gusta un poco más.



UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

Hombres de acción





En muy pocas entrevistas de trabajo el encargado de recursos humanos se aleja del guión previsto, del repaso curricular y de la evaluación de competencias. Rara vez, en el transcurso de dicha entrevista, no se expresa o insinúa la pregunta “¿qué sabes hacer?” Vivimos en un mundo de acciones, de comportamientos que conducen a un resultado. Necesitamos causas y consecuencias para respirar hondo y vivir tranquilos en nuestra cosificada realidad. Por esto mismo no es habitual que en el marco de un reencuentro con un viejo amigo éste nos pregunte: “¿en qué estás pensando?”, “¿qué te preocupa?” o “¿en qué lectura ocupas tu tiempo últimamente?” No, el amigo y tú os interesáis por la salud, por el trabajo, por las relaciones, por todas esas magnitudes tangibles que nos permiten calificar la existencia mediante adverbios de modo (bien/mal) o de cantidad (mucho/poco)

La obra que asola mi casa me ha hecho más consciente de todo esto. Los albañiles, fontaneros, pintores, escultores del yeso y artistas del barnizado actúan como autómatas, abren y tapan agujeros con la facilidad con la que lo haría una máquina. Se alimentan de certezas y sobre certezas edifican sus vidas, agendas y también sus obras. Son necesarios y lo saben. Son hombres de acción.

Y hombres de acción necesitan ahora todos los equipos de la NBA implicados en un séptimo partido para pasar de ronda. Hombres como Damian Lillard, autor de una canasta tan genial como achacable a la pasividad defensiva de James Harden, la antítesis de Lillard, un artista venido a menos, un filósofo del basket al que en Oklahoma siguen buscando para que juegue las finales de 2012, la serie contra Miami en la que certificó su salida de la franquicia. A Lillard, en cambio, no hace falte buscarle. Era el chico que se ponía el primero de la fila en la escuela, el primero en tener novia, el primero que saldría disparado a rescatar a un amigo herido. Lillard nació para actuar, es el Hemingway del baloncesto, un Napoleón negro algo más alto que el corso pero con el mismo instinto para la resolución de los conflictos. En pleno homenaje a Jack Ramsay, entrenador recientemente fallecido de aquellos Blazers setenteros que dieron paso a la Blazermania, Lillard rescató de las catacumbas a la franquicia que más tiempo llevaba sin ganar una ronda de playoffs. Lillard, eso sí, bien acompañado por una plantilla corta y, sobre todo, por el cuatro más inspirado de la NBA actual, Lamarcus Aldridge. 

 

Si la cosa va de “cuatros” inspirados es obligatorio hablar de Dirk Nowitzki. El alemán ha recuperado la magia de sus dedos y está dispuesto a eliminar a unos Spurs tan brillantes en el juego colectivo como huérfanos de una estrella que acapare la luz de los focos durante los momentos de presión. El séptimo partido en San Antonio será de infarto y en estos casos es difícil apostar contra el equipo que tiene a Nowitzki, el sexto jugador con mejor promedio anotador en partidos de “win or go home”.

Mr Unreliable, titulaban los diarios de Oklahoma con primer plano de Durant en portada tras el quinto de la serie contra Memphis. Durant respondió al desafío periodístico con 36 puntos y sit a su equipo a un paso de las Semifinales de Conferencia. La suspensión de Randolph y las molestias de Conley en la espalda desequilibran las apuestas. Durant y Westbrook no pueden permitirse otra salida por la trasera. Memphis planteará problemas, pero ganará Oklahoma. 

 

No por una acción, sino por un pensamiento expresado en voz alta y amplificado por los altavoces de la prensa y las redes sociales, empezaron a enturbiarse las aguas de la franquicia de los Clippers. Donald Sterling fue sometido a un sumarísimo juicio por decir lo que pensaba. La lucha contra el racismo se impuso sobre la libertad de expresión en un claro ejemplo de que se nos juzga por nuestras acciones y no por nuestros pensamientos, de que somos lo que hacemos y no lo que pensamos. Donald Sterling llevaba años pensando que los negros son inferiores y apestados. La diferencia es que ahora lo supimos. Su crimen fue el del asesino, al que no se le puede juzgar por planear en su mente el crimen, pero sí tras su ejecución. No se equivoquen, abomino todo lo que huele a racismo, a la farisea superioridad del hombre blanco. Aplaudo las medidas adoptadas y lo tajante de la actitud de Adam Silver, pero no entiendo que este hecho pueda haber afectado al rendimiento de los jugadores de los Clippers. ¿O es que acaso no sabían que jugaban para un tipo apestoso forrado de dinero y con inclinaciones ideológicas de este tipo? No me lo puedo creer, tal vez no se dieron cuenta mientras nadaban en jacuzzis de billetes de cien mil dólares, embriagados por el alcohol que les ofrecía su jefe. Más les vale a los Clippers que dejen el discurso a un lado y se apliquen para ganar a los Warriors. Juegan por la gloria deportiva, por sus miles de aficionados (iba a decir millones, pero son los Clippers) y por el honor. Frente a ellos encontrarán a dos tipos que sólo entienden de lanzar y anotar: Klay Thompson y Stephen Curry. Ya habrá tiempo para llorar.

Llorar, no les quedará otra a los Pacers si no son capaces de hacer valer el factor cancha en el séptimo e inesperado encuentro de su serie contra los Hawks. Conflictos más propios de edades adolescentes han infectado un vestuario que navegaba por aguas calmas hasta febrero. Stephenson, habitual hombre de acción, herido en su orgullo, optó por hablar fuera de la cancha en vez de hacerlo sobre el parqué. Ahora toca ganar un duelo a todo o nada con el aval de la lógica ante la inexperiencia de una modesta plantilla como la de Atlanta a la que es difícil restarle mérito.

En Toronto están como en Portland, esperando como agua de mayo una nueva visita a las Semifinales de Conferencia. Cuentan con un partido en casa para dar la campanada y vencer a unos Nets con más nombre y talonario. En esta eliminatoria tengo el corazón dividido pues aunque la propuesta de Toronto me satisface más, no quisiera perderme el duelo entre Pierce y Lebron en la siguiente ronda.

Se avecinan dos noches maravillosas de baloncesto. Les aseguro que no les costará identificar en ellas, de entre todos los jugadores que se vistan de corto, a las estrellas, a los jugadores seguros de sí mismos, a los hombres de acción. No les defraudarán.

UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

Indiana no entiende de "Meccas"






La geografía mundial está llena de templos sagrados, de iconos de un pasado más o menos reciente que aún sigue definiendo nuestras vidas. Por otro lado, a estas reliquias históricas hay que añadir las nuevas mezquitas o sinagogas del mundo moderno, esos sumideros de población que basan su atractivo en comida grasienta o en ropa fabricada por manos esclavas.



Pues bien, el mundo del deporte no es ajeno a esta simbología. Una ruta de las catedrales no podría excluir Twickenham (rugby), Wembley (fútbol) o Saint Andrews (golf). En ellas se sentaron las bases de los diferentes juegos y en ellas, también, se vivieron acontecimientos únicos que marcaron una época. Las nuevas catedrales, las que el nuevo mundo importó a imagen y semejanza de la añeja Europa, habría que situarlas en el estadio Azteca (fútbol), en el Bronx (Yankee Stadium para el béisbol), en Kentucky (carreras de caballos) o en el Augusta National (golf) por poner sólo algunos ejemplos.



En el baloncesto, en cambio, esto no está tan claro. James Naismith sentó sus reglas en Massachussets, pero como su deporte no alcanzó cuotas inmediatas de éxito, sería impropio citar aquel YMCA como la catedral del baloncesto. La verdadera disputa se da entre Chicago y Nueva York. Los argumentos utilizados, en ambos casos, no pasan de meros sofismas, de razonamientos lógicos posteriores a la conclusión. Los que creen que es Chicago se apoyan en la cantidad de jugadores que se hicieron a sí mismos en sus calles (George Mikan, Tim Hardaway, Isiah Thomas o Dwyane Wade) y, claro, aprovechando los tiempos victoriosos de los Bulls de los 90, reclamaron para sí este carácter sacro. Pero claro, tampoco es corta la nómina de jugadores con ADN neoyorquino que han triunfado en nuestro deporte (Abdul Jabbar, Michael Jordan, Carmelo Anthony). Así, mientras la leyenda de los Knicks quedaba difuminada fracaso tras fracaso, la del Rucker Park crecía y crecía de manera imparable hasta el punto de que esta cancha urbana del distrito de Harlem es núcleo mundial de peregrinación para todos aquellos que entienden el baloncesto como una lucha individual basada en el virtuosismo y la inspiración, nada que ver, por tanto, con la defensa o el trabajo en equipo.



Los principales avalistas de esta teoría son los propios Knicks. Los actuales, digo, los de Carmelo, JR Smith y Felton. Los mismos que parecen sortearse en la charla previa al partido los quinientos botes y los veinte tiros forzados que Woodson establece como cuota apelando al poder que le otorga el cargo. Con el talento les bastó para eliminar a los viejos Celtics, pero su concepto (¿concepto?) de equipo les impedirá, vaticino, recuperar la gloria que un día, varias generaciones atrás, obtuvieron los Reed, DeBusschere, Frazier o Jackson.





Sea como fuere, periodistas y analistas norteamericanos suelen “escupir”, de vez en cuando, la expresión “Mecca of Basketball” para referirse al Madison Square Garden (versión IV), edificio multiusos que, como bien nos enseñó Andrés Montes a los neófitos en la materia, se sitúa entre la Séptima y la Octava, en la conocida como Plaza Pennsylvania. Sobre su parqué, de colores desgastados, los grandes jugadores elevaron la calidad de su juego con el ánimo de dejar inscrita su huella en este jardín.



Es probable que esta discusión sea, en cualquier caso, estéril. A pesar del número de vuelos que acoge anualmente el Aeropuerto Internacional Rey Abdulaziz (cuarta terminal más grande del mundo) en las proximidades de la única y verdadera La Meca, este debate es más romántico que económico. Por eso mismo, los amantes más puros del baloncesto, los que nacen, crecen, se reproducen y mueren junto a un balón anaranjado, se han propuesto ultrajar este lugar sagrado por su pretensión superficial. Y es que el baloncesto, en Indiana, es una cosa muy seria. Muy seria y muy diferente de lo que entienden en la Gran Manzana, en la ciudad que nunca duerme, en la ciudad de las mil etiquetas que ya, para empezar, se fundó como Nueva Amsterdam. 





Yo, lejos de mantenerme en una posición neutral, me alineo junto a los Pacers y su particular cruzada. Apoyaré desde la distancia su lucha por hacer prevalecer un baloncesto de equipo en el que la bola circula por todas las partes de la cancha más por el aire que por el suelo y en el que la defensa, también la defensa, es una cuestión colectiva. Jugadores como Hibbert (un cinco talentoso), David West (un cuatro con gran visión de juego capaz de jugar en poste medio y en poste alto), Paul George (un alero versátil capaz de defender, rebotear, anotar y generar juego para los compañeros), George Hill (un base físico que comete muy pocos errores) o el propio Lance Stephenson (un neoyorquino converso que pone su inagotable talento al servicio del fin común) constituyen un quinteto sin grandes estrellas con un sabor, inconfundible, a baloncesto clásico, el que mamó y engrandeció el ingeniero jefe de este proyecto, un tal Larry Bird, un Hoosier de pro. 





UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

Lebron Wade






Ya sabemos el nombre del tercer finalista de conferencia. Serán los Miami Heat, los mismos a los que criticaba en un pasado post por la toxicidad de sus activos y por el escaso compromiso que hasta entonces había demostrado Dwyane Wade. Desde aquel partido, desde aquella charla animada entre Spoelstra y Wade, los Heat han presentado en el campo una agresiva defensa basada en la presión de las líneas de pase y en el colapso casi total de la zona.

En el otro lado de la pista Miami decidió hacerlo sencillo, simplificar el juego y confiarse a la inspiración de su mejor jugador, Lebron Wade, una especie de híbrido que viene promediando 70 puntos en los últimos tres encuentros. Con cinta o con ella, con el “3” o con el “6”, los Pacers sólo pudieron ver cómo una vez tras otra, y a pesar de la intimidación de Hibbert, este jugador alcanzaba las inmediaciones del aro para golpear la moral de unos chicos de Indiana que, además de pagar la novatada, se tuvieron que enfrentar a la mejor versión de una dupla que, perdónenme los amantes de aquella otra Jordan-Pippen (y otras como Robertson-Alcindor o Bryant-O´Neal), dentro de unos años, tal vez, logre consolidarse como la mejor de todos los tiempos.

Lebron y Wade se sienten más cómodos sin Bosh. Los espacios se multiplican con la fórmula de un jornalero, dos tiradores y dos estrellas. En ocasiones, en el baloncesto, como en la cama (más allá de gustos) o en el baile, tres son multitud. Fueron claves, anoche, los triples de Mike Miller pues éstos vinieron a arruinar los planes que Vogel tenía para los dos últimos cuartos. Cómo doblar a Lebron o a Wade, buenos pasadores especialmente el primero, si el precio a pagar es dejar abierto a un Mike Miller con la mano tonta.

Y claro, en esas células de aislamiento con espacios infinitos que diseñó Spoelstra, no hay dos tíos mejores que James y Wade. Dando una clase de cómo utilizar el primer paso, a través de salidas abiertas o cruzadas, tras finta o sin ella, rompieron en pedazos la zona rival y, ante la presencia del gigante Hibbert, nos dieron otro clínic de cómo utilizar el cuerpo para anotar con oposición cerca del aro.

Ténganlo claro. No es sólo físico. Es tacto. Es dominio del cuerpo. Es ambición. Es deseo. Es talento. Son muchas horas de entrenamiento en las frías canchas de Akron y Chicago. Después de lo visto ayer, aunque ello suponga enmendarme la plana a mí mismo, los Heat tienen el panorama despejado para llegar a la final de la NBA. Eso sí, ya sea su rival Boston o Philadelphia, pueden ir entrenando ataques contra zona porque ni Rivers ni Collins estarán dispuestos a ver cómo ese jugador soñado llamado Lebron Wade les anota una vez tras otra debajo del aro.

Si me ven por la calle no se preocupen si no les saludo. Hablé y Wade me calló la boca.



UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

Bankia en Miami





Llueven dagas en el sur de Florida. La crisis bancaria ha llegado a la península de las paradojas, a la misma que acoge a famosos y balseros, a Enriquitos y Elianes González. Después de ser la anfitriona de éxitos televisivos como Corrupción en Miami o CSI, el nuevo producto de la CBS se titulará Bankia en Miami.

Y es que, al igual que la antigua Caja Madrid, los Heat están apestados de activos tóxicos, de jugadores que, cobrando sueldos muy por encima de su rendimiento, dedican sus veranos a deleitar sus paladares con cocktails de todo tipo. Me refiero a los Mike Miller, Eddy Curry o, incluso, a un Shane Battier que, once años después, sigue viviendo de las rentas de lo conseguido y aparentado jugando a las órdenes de Coach K en Duke. Ahora, descubierto el velo, sólo queda un tres inútil en ataque y sobrevalorado en defensa, un falso “stopper” que, anoche, emparejado con David West, hubo de recibir múltiples ayudas para no ser violado en el poste bajo.

Nauseabundo empieza a ser, también, el olor que desprende el otrora enseña de la franquicia, el mismo que a base de faltas inventadas por los colegiados condujo a los Heat al único anillo de su historia en 2006. Entiendo que muchos idolatréis a Wade, que alucinéis con sus crossovers o con sus finalizaciones cerca del aro. Nunca fue mi devoción. Si afirmé, en un post anterior, que Kobe desconocía las claves del secreto, el 3 de los Heat no debe conocer siquiera su existencia. Fue curioso verle encarándose con su entrenador porque no le felicitó después de seleccionar mal los tiros o por no cubrir el balance. O quizá lo hizo porque despertó y se dio cuenta de que su juego no ha evolucionado ni un ápice desde aquel ya lejano 2006. Y las defensas lo saben. 



Como saben también, los entrenadores rivales, que el único valor que se sostiene en estos Heat es Lebron James. El rey está cada vez más solo. Lesionado Bosh, única referencia interior de una plantilla confeccionada para ganar múltiples anillos (después de tres minutos de carcajadas retomo la escritura) a Lebron James sólo le queda tirar de épica y casta. Tal vez ahora lamente “The decission” y se dé cuenta de que estaba mejor rodeado en Cleveland. Maurice Williams, Antawn Jamison, Anthoyny Paker, Ilgauskas o Gibson eran mejores y más fieles escuderos que Pittman, Anthony, Miller o Turiaf y Mike Brown era mucho más devoto de su juego que un Spoelstra que, aunque cada vez más convencido, aún sigue hablando de compartir el balón mientras coloca de titular a un valor seguro como Dexter Pittman. 

El Rodrigo Rato de los Heat es Riley con la diferencia de que a éste no le mueve de la silla ni Dios. Si aún no está en el banquillo es porque sabe que el modelo ha fracasado, que de poco sirve juntar tres estrellas si éstas no entienden lo que es necesario para ganar. Si hubiera visto posibilidades reales de anillo no tengáis la menor duda de que en febrero se habría colocado de nuevo a pie de pista para hacerse una nueva foto como campeón tal y como hiciera en 2006. Pero si de algo sabe Riley es de baloncesto. Y al baloncesto estos Heat, menos aún sin Bosh, no pueden competir contra equipos como Boston, Oklahoma, San Antonio o, incluso, Indiana Pacers.

Y si los activos son tóxicos, los pasivos, las deudas contraídas, son billonarias. ¿Recuerdan a Lebron prometiéndole a la fanaticada uno, dos, tres y hasta ocho anillos de campeón? Por muy hiperbólico que fuera el contenido del mensaje, la arrogancia que destilaba les convirtió de pronto en el equipo más odiado del campeonato. Pueden preguntarle, si no, a los miembros de aquel Madrid de principios de siglo, mal apodado por la prensa como “los Galácticos” cómo se castiga la prepotencia o la osadía. Y si entonces tuvo la culpa la prensa, los chicos de Miami sólo pueden señalar a los culpables mirándose en el espejo. A los Heat, a su modelo ficticio alimentado por una burbuja semejante a la inmobiliaria, son muchos los que le están esperando. No Merkel. Ni siquiera esos etéreos entes llamados mercados. Sí muchos aficionados. Los mismos que respiramos hondo cuando comprobamos que los Mavericks, tirando del manual del juego colectivo, bajaron de la nube a este gigante con pies de barro que son los Heat. 



Las acciones de Miami se desmoronan tan rápido como las de Bankia. Los mensajes que, en ambos casos, se intentan hacer llegar son de tranquilidad y prudencia. Con 2-1 en la eliminatoria aún queda muco baloncesto que jugar. Mientras tanto, y dado que aquí no hay fondo de garantía de depósitos, yo recomiendo sacar el dinero, vender las acciones y apostar por el baloncesto en su estado más puro. El que se juega en Indiana, el que se fundó en Massachusetts y el mismo que Popovich exportó a San Antonio. 



UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS