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Failing to prepare...



No me gusta hablar de la actualidad de los equipos a los que entreno. Hacerlo sin violar el “pacto del vestuario”, que diría Louis Van Gaal, es complicado, pues siempre hay un lector que va más allá del verbo, que deduce de los espacios intersticiales entre una palabra y la siguiente cuestiones que no son. Que no son, al menos, como a él le parecen. Ello, a pesar de que la santidad del vestuario es más un símbolo de otra época. De aquellos equipos que guardaban con celo numantino su intimidad no quedan más que rescoldos. Instagram, Twitter, periodistas amigos, no necesariamente en este orden cronológico, han hecho de la privacidad un bien escaso, impropio de una época en la que la gente quiere saber más apelando a un no sé qué democrático.

Sin embargo, creo que es posible rescatar la moraleja de lo que he experimentado esta semana, como entrenador de un equipo cadete masculino de cierto nivel, tercero en este momento de la competición de Castilla y León. Tras seis victorias consecutivas, aprecié en mis carnes la tendencia del ser humano a acomodarse, a sentirse el rey del universo por cuestiones tan triviales como esta. Descubrí también que la edad adolescente encarna la esencia del ser humano, al ser en ella cuando, por norma general, se exageran todos los rasgos de nuestra condición. A los quince años están asentadas muchas de las características de la persona, pero no, en cambio, los filtros propios de la diplomacia, la cortesía y, por qué no decirlo, la hipocresía.

Nos acomodamos en la victoria. Nos creímos los mejores y dejamos de escuchar, de exigirnos a nivel individual y colectivo. Nos contentamos con saltar a la pista de entrenamiento y estar físicamente, sin la concentración necesaria para darle a cada acción la importancia que tiene como adelanto de la que habrá de venir en una situación de presión, con los dígitos rojos del marcador poniendo en evidencia la realidad de los tiros que no entraron, las finalizaciones que se erraron, los unos contra uno que no se defendieron o los rebotes que se nos escaparon.

Levantarse a las cinco y media, jugar cuarenta minutos contra zona, dudar de la anotación de las faltas de su mejor jugador (más aún tras saber que una de las mesas es esposa del presidente del club rival) y algunas otras circunstancias que dificultaron el trabajo durante la semana no son excusa. John Wooden se lo había leído a Benjamin Franklin, failing to prepare is preparing to fail. Y eso fue lo que hicimos, prepararnos para fracasar. Nunca había ido a un partido con la sensación anticipatoria que llevaba experimentando desde hace días, consciente de que la mentalidad no era la indicada para ganar y, aunque estuvimos cerca de llevarnos el triunfo, la sensación permaneció. Puede que ganar, como me dijo un compañero entrenador, hubiera sido nocivo: un mal mensaje para el futuro.

Ahora toca levantarse. Hacer la lectura correcta. Motivar hacia el trabajo como fuente, en sí misma, de satisfacción. Solo los equipos que salen jodidos y felices de una sesión pueden salir igualmente satisfechos de un partido, diga lo que diga el marcador.


UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

El mejor entre nosotros







El sol luce en el cielo de Miami a la misma altura sobre el horizonte que el 31 de marzo anterior. Y que el anterior. David Ferrer, mientras, pronuncia su discurso ante las abarrotadas gradas del Crandon Park. Su mensaje está cargado de gratitud hacia quienes le ayudan y acompañan en el ejercicio de su profesión, pero el tono, apagado, revela un íntimo sentimiento de culpa y frustración.



A David, como al resto de perdedores, se le permite hablar primero. Así puede sentirse en posesión de un falso privilegio, ser el sujeto pasivo de una atención que bien podría compararse con la que reciben los niños pequeños al cenar o al acostarse antes que los adultos. Es más, hablar primero no implica más que pasar delante y, claro, todos sabemos que aquello de “las damas primero” no es más que una simbólica compensación que recibieron las mujeres por haber perdido, injustamente, la batalla frente a sus iguales en el mismo momento de la creación.



En realidad, para ser honestos, David Ferrer se había asegurado su derecho a hablar llegando a la final del torneo, la quinta en un Masters 1000, la decimotercera ante un Top 5 a lo largo de su carrera. Para David, colarse en estos acontecimientos supone un acto de rebeldía pues Ferrer, por su juego y condiciones, no es más que un obrero de clase media, el mejor, tal vez, pero un obrero. Y claro, cada Masters 1000, por no hablar de los Grand Slams, busca asemejarse a una fiesta de carácter exclusivo, a aquellos encuentros que el Gran Gatsby organizaba en su residencia privada junto al East River neoyorquino.



En esta sociedad de clases, directa heredera, o eso nos cuentan, de las revoluciones liberales burguesas de finales del XVIII y del siglo XIX se supone que se puede ascender en la escala social a través de los méritos y del trabajo, desde la disciplina y el esfuerzo. Y si no es a través del mérito, quizá puedas caerle bien a la hija de un terrateniente o dejarte ganar al poker en presencia de un empresario con más billetes que luces. Es decir, las posibilidades de ascenso son incuestionables. Sin embargo, el deporte, quizá una de las manifestaciones más primarias del ser humano en cuanto que animal, ha vuelto, hoy, a mostrarse inquebrantable. La inferioridad de Ferrer ante los cuatro mejores del circuito ha vivido hace unas horas su punto culminante. Un punto que se extiende a lo largo del medio centímetro por el que la bola de Murray, durante punto de partido a favor del español, entró dentro de los límites reglamentarios de la pista. Medio centímetro que expresa gráficamente una distancia mental inabarcable que pone en entredicho todos esos mensajes de autoayuda pronunciados por profesionales de la psicología que después terminan suicidándose. Que sí, que sí, que si siembras una acción cosechas un hábito y que si siembras un hábito cosechas un carácter y que si siembras un carácter cosechas un destino... Un fatal destino, en todo caso, en el que por más que actúes, generes hábitos, poseas un carácter y creas haber cosechado un destino la bola de Murray entra.



Y es que salvo para cuatro genios contados que bien podrían llamarse Novak, Andy, Rafa y Roger, la vida es una sucesión de derrotas y pérdidas. Perdemos el tiempo, enterramos proyectos, nos despedimos demasiadas veces de personas que querríamos tener a nuestro lado y, lo que es peor, en ocasiones lo hacemos para siempre. Luchamos y, aunque nos lo prometemos constantemente, muchas veces durante una tarde de domingo cualquiera como ésta, volvemos a tropezar con la misma piedra.



Pero después de decir lo que pienso no puedo despedirme desparramando sombras entre quienes dedicáis, en vano, un par de minutos de vuestras vidas en la lectura de estas letras. En realidad, cuando Ferrer se desplomó acalambrado sobre el cemento del sur de Florida, me emocioné y soñé con ser, al menos durante unos segundos de mi vida, ese gladiador alicantino que se cree, a sabiendas de que son basura, todos los mensajes de autoayuda para madrugar cada mañana para correr y entrenarse sabiendo que sólo aspira a ser el mejor de los perdedores, el mejor entre nosotros.



P.D. Si este post les ha parecido excesivamente pesimista entiendan que es domingo, que es de noche y que, nuevamente, llueve a cántaros del otro lado de la ventana. Pero bueno, como pensaría el propio Ferrer, al menos no llueve en este lado.



UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

¿Quién eres en realidad?




Qué es la victoria me pregunto. ¿A qué sabe? ¿Cómo besa? ¿En qué piensa cuando se decanta por uno de los dos contendientes? No encuentro respuestas. Puede que no la conozca lo suficiente, que no haya sido todo lo constante que ella, orgullosa, requiere. Sólo sé, por lo que dicen quienes más se citan con ella, que nunca es la misma, que cambia en función de las circunstancias y que se reinventa cada día sin necesidad de guión.

Creo que no hay dos victorias iguales. Lo digo desde mi breve experiencia ganadora. Si hace dos años, con los chicos de Trinitarios, conocimos su mejor versión hoy, con los jugadores de Santa Marta, nos hemos debido encontrar con su hermana bizca, con la Miss Antipatía de la familia. En ambos casos se trataba de una final de categoría provincial, un campeonato que se juega con reglas de parque, es decir, sin posesiones de 24 segundos, a reloj corrido y con árbitros que deciden, desconozco si por filosofía o por economía de medios, pitar lo justo. Hasta ahí las coincidencias.

El 15 de mayo de 2010, creo que esta fecha estará alojada en mi memoria hasta que mi cerebro diga basta, acudíamos al partido con el trabajo hecho, habiendo firmado una temporada histórica para un colegio que, en materia deportiva, se había alimentado únicamente de equipos de fútbol sala. Sin embargo, una buena generación con una enorme pasión por el baloncesto consiguió llegar a Santa Marta y vencer dando la sorpresa ante el equipo local. Todo, desde los prolegómenos, fue una fiesta. Padres y profesores llenaron el pabellón y, con sus gritos de ánimo, consiguieron que sobreviviéramos a un desastroso parcial inicial. El viaje de regreso en el autobús es, aún a fecha de hoy, uno de los momentos más felices de mi vida.

Hoy, en cambio, estábamos obligados a ganar. Éramos, jugador por jugador, quilate por quilate, muy superiores. Sin embargo, debido a una mala aproximación mental al partido de la que me siento el principal responsable, el rival, un más que digno conjunto del instituto García Bernalt, al que aprovecho para felicitar, nos puso contra las cuerdas haciendo que al descanso el marcador reflejara un ajustado 15-12 a nuestro favor (recuerden lo de las reglas para no llevarse las manos a la cabeza con estos guarismos). Finalmente, un tercer cuarto jugado al nivel de agresividad apropiado, nos llevó a liderar el encuentro por casi veinte puntos dejando sentenciada la victoria. Cuando el partido acabó no hubo abrazos ni gestos de alegría. Acabábamos de hacer lo que teníamos que hacer. Lo previsto, lo indicado. Nada especial. Ni siquiera se atisbaban sonrisas en el momento de levantar la copa. Habíamos ganado el campeonato provincial. Y qué.

¿Acaso no era también, la de hoy, una victoria? Al parecer no. Ganar cuando tienes que ganar no es lo mismo que ganar cuando crees que no vas a hacerlo. Es todo una cuestión de expectativas. Así, y perdonen si el símil les parece un poco chusco, no es lo mismo ser el chico guapo de la discoteca y tener que ligar sí o sí con la chica más despampanante del local a riesgo de, en el caso de no hacerlo, ser considerado gay, que ser un ratón de biblioteca al que le han engañado para salir de fiesta. Probablemente éste quede contento con una pequeña mueca, o una leve sonrisa de la chica más corriente del garito. Así es también el deporte. Y hoy éramos los guapos.

Mi tesis es que también los guapos, perdón, los equipos favoritos, tienen derecho a disfrutar de sus éxitos. No por esperadas las victorias dejan de ser el resultado de un largo camino de trabajo y renuncias. Víctor, Emilio, Revilla, Aitor, Jorge, Juan Carlos, Gonzalo, Rodrigo, Mauro, Anderson, también todos los chicos del “B” que nos habéis ayudado cuando las lesiones se cebaron con nosotros, no tengáis la menor duda de que la de hoy ha sido una gran victoria, un éxito fabricado no en el modesto encuentro de hoy y sí en cada entrenamiento y en cada partido previo, en la lucha por cada balón suelto y en el pase extra entregado al compañero mejor colocado. Fue un triunfo de cada uno de vosotros. Fue un triunfo de todos. Que las expectativas no sepulten vuestra alegría. Cuando el balón fue lanzado al aire los dos equipos podían ganar y fuisteis vosotros los que lo hicisteis. No fue un asunto de llegar, ver y vencer. Fue mucho más que todo eso y, por ello, os felicito y os doy las gracias. 

UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS