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El Código del entrenador

 


Existe una tentación cada vez mayor, yo mismo la siento, por caer en una suerte de nihilismo que resta peso e importancia a los valores, a las creencias e incluso a los hechos, en eso que se conoce como posverdad o visión alternativa, tan cierta en la mente de sus creadores como la probada o cierta a ojos de la ciencia o los sentidos. Ante la sucesión de acontecimientos que nos recuerdan nuestra pequeñez, la insuficiencia de nuestra voluntad particular ante la avalancha de procesos que se nos imponen, es natural invocar el nada importa nada o el si total…

 

Pero nos debe quedar el baloncesto. El baloncesto como cualquier otra actividad que recuerde de alguna manera a aquellas desempeñadas con espíritu caballeresco (o damesco, en fin), en las que las formas sigan constituyendo un fin en sí mismo, en las que veamos al oponente como un compañero de juego que simplemente comparece en la batalla con intereses opuestos, aspirando a lo que nosotros tenemos, protegiendo lo que deseamos. Una actividad que nos devuelva la esperanza en las nuevas generaciones, para que no solo sean más preparadas para procesar información, tomar decisiones basadas en cálculos fríos o manejar nuevas herramientas, sino para que estén dotadas de humanidad, compasión y valores éticos compatibles con la convivencia profunda y afectuosa con el otro. También con las herramientas para sobrevivir, con la humildad, la curiosidad y, sobre todo, el tesón, que conducen al aprendizaje y la maestría.

 

Sin embargo, como entrenadores, antes de ponernos ante un grupo, de liderar una colectividad, esa pequeña aldea en la que la unión no procede de la consanguinidad que es un equipo, debemos autoevaluarnos. La verdad, siento pena por algunos modelos que se nos imponen a través de las pantallas. Siento que la norma sea apretar al árbitro, desestabilizar a los contrarios o tratar como animales de carga a los empleados, llámense en este caso jugadores de baloncesto. Podría poner nombres y apellidos, pero no se trata de esto, primero porque ellos se desenvuelven en entornos de máxima competencia (y lucha por la supervivencia) y segundo porque coincido con Eleanor Roosevelt: los hombres pequeños hablan sobre los demás.



Quede el aprendizaje, el debate de ideas. Sirva para que los entrenadores, a los que en los cursos solo se les habla de formar deportivamente o de ganar, no seamos simplemente unos frikis de la técnica individual o de la táctica colectiva, unas bibliotecas andantes de jugadas, un cofre de situaciones en las que seres humanos se convierten en ejecutores dentro de una gran maquinaria ajena a estados de ánimo, problemas personales o valores universales relacionados con la templanza, la bonhomía o la ya mencionada humanidad.

 

Urge, de esta manera, operar con códigos, es decir, con una legislación autoimpuesta que si la profesión, quizá por no ser tal, no la exige, sí lo haga, en cambio, nuestra conciencia, nuestro sentido del honor y del deber. Andar por la vida sin ellos, sin códigos de conducta o valores a vigilar, es hacerlo borracho al volante de un deportivo en medio de la noche. Es decir, poniendo en peligro a todos los que se cruzarán en el camino. Y en nuestro caso no serán ciervos o jabalíes. En fin, las temporadas están recién iniciadas o a punto de comenzar, así que, entrenador, si aún no lo tienes, revisa tu formación, recuerda las palabras de tus padres y abuelos, acude a las lecturas sagradas o profanas que iluminan tu espíritu y hazte con un código. Aquí algunas normas del mío, siempre en constante revisión.

 

¿Y si sí? En la fábula de Pedro y el lobo yo siempre creeré a Pedro. Como creeré siempre, tras haber reclamado desde el primer día su honestidad, la palabra de los jugadores. Será un modo ingenuo de acercarme a ellos, pero nada más dañino para una relación de confianza que el prejuicio o la presunción de dolo, engaño o reserva.  En fin, con esta postura también me ayudo a mí mismo. Puedo vivir siendo engañado, no soy rencoroso, pero no podría vivir no habiendo creído las palabras de un jugador en el caso de que estas fueran ciertas y mi descrédito le condujera a una situación peor. En mi código de conducta como entrenador, la presunción de veracidad y honestidad de los miembros de un equipo no se discute.



 

Hard on the issue, soft on the person. Duro con el delito, suave con el delincuente. Así adaptó las palabras de Henry Cloud la magnífica Concepción Arenal. Esta es una llamada a terminar con las relaciones de causalidad precipitadas (falló una vez, fallará siempre) que conducen a etiquetas limitadoras y a pensamientos excesivamente rígidos. En un régimen de derecho como en el que creo no hay nada peor que el derecho penal de autor, asociar a una persona los prejuicios que pesan sobre un grupo o colectividad, asumir que el pasado determina hasta tal punto el presente de un individuo que le está prohibido tener un futuro distinto. Seamos educadores.

 

Nada de lo humano me es ajeno. En el momento en que al entrenar piense únicamente en el equipo como en una maquinaria o institución al margen de sus miembros, en el que la masa ingiera al individuo hasta despojarlo de sus cualidades e impedirle pensar por sí mismo, habrá llegado el momento de dejar este modesto oficio. Humano soy, nada de lo humano me es ajeno, es una buena traducción de la máxima de Terencio, como también es una buena traducción de los versos de John Donne la siguiente: la muerte de cualquier hombre me disminuye porque estoy ligado a la humanidad, así que no preguntes por quién doblan las campanas: doblan por ti. Quede dicho.

 

Un Samurai es cortés incluso con sus enemigos. Creo firmemente en el valor del respeto, en que nuestra calidad humana se demuestra en el modo en que tratamos a todos los agentes involucrados en un equipo o competición. En primer lugar, con el compañero, con el que debemos aplicar dosis añadidas de compasión ante el error, pues él mismo está experimentando su propio proceso de aprendizaje. Ser ejemplo en este punto es, desde mi particular punto de vista, clave. Y el rival o los árbitros son también compañeros. Entre todos hacemos posible el juego, esta divertida herramienta pedagógica.



No sin un plan. Luego el azar dictará sentencia, pero ni siquiera Alonso Quijano dejó aquel lugar de la Mancha sin un propósito. O Cervantes, aunque en su idea inicial aquello no pretendiera ser más que una nouvelle. Cuando se nos confiere la responsabilidad de liderar un equipo debemos prefigurar para él un plan, una idea. Necesitamos divisar un destino, describir una misión. Nos viene a decir Kavafis que Ítaca fue el viaje, pero el viaje de Ulises no hubiera existido sin Ítaca, así que, si no la tenemos, tendremos que inventárnosla.

 

UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

Zidane miente


Créanme, tengo varios motivos objetivamente más graves para pasar una mala noche que haber perdido un partido de liga autonómica en Palencia. Es más, cualquiera los tendría, la vida es complicada, el trabajo escasea y se ciernen diferentes amenazas sobre la libertad y el bienestar social. Y, sin embargo, a lo único que se ha dedicado mi cerebro la pasada noche de domingo es a repasar mentalmente el partido, a analizar una a una las jugadas, la toma de decisiones, la capacidad estratégica que uno tiene como entrenador, también a planificar el próximo, una posible revancha. Y aunque de vez en cuando me aliviaba a mí mismo repitiendo como un mantra las palabras que está empleando Zinedine Zidane para no naufragar en medio de la mayor crisis de resultados que ha vivido el Real Madrid en décadas, me parece que el francés está más jodido de lo que aparenta.

Tenía que confesarlo. Estoy hasta los cojones de que las victorias me dejen un leve regusto de satisfacción que apenas alimenta la motivación antes de encarar la semana y las derrotas, en cambio, estos dolores de cabeza que hipotecan el descanso y, en última instancia, la salud. De verdad, cuando empiezo a repasar los partidos perdidos por mi equipo, sobre todo los igualados, aceptaría ser el responsable de crímenes abominables cometidos contra la humanidad, no tendría dudas de haber colocado los explosivos nucleares a bordo del Enola Gay. La noche después de una derrota nunca me contento con las explicaciones salvíficas; soy incapaz de dar por buenas las razones que me exculpan, que me hablan de una capacidad de acción limitada (ya saben, uno no puede meter los tiros).

Maldito ego el del entrenador, qué autodestructivo se vuelve cuando te lleva a considerar que victorias y derrotas (más estas últimas) pasan únicamente por tus manos. Y sabes que son dos impostoras, enemigas del proceso y del trabajo, pero también que lo mediatizan todo y terminan afectándote. Cuando juegas, juegas a ganar y cuando pierdes, es evidente que algo se pudo hacer mejor. Pero no es probable que tengas siempre razón cuando piensas que fulano debió jugar más. Y también aquel otro y, por supuesto, el otro. O sí, pero vaya, que al final solo puede haber cinco jugadores en el campo y no hay constancia de una mejora obligatoria del rendimiento.


Así que “seguir trabajando”, “perseverar” o “insistir” son las fórmulas correctas para abandonar este estéril circunloquio y seguir avanzando. Sobre todo porque lo que toca es demostrar que mantienes intacta la fe, lo que ahora vuelve a ser cierto, aunque no lo fuera durante la noche, y contagiar a los jugadores para que suban el nivel en los entrenamientos, defiendan más duro y metan más tiros en los partidos. Toca asumir este discurso, actuar con una inquebrantable firmeza en tus posibilidades y en las del equipo e ignorar lo que tú, entrenador de club de baloncesto en Castilla y León sabes muy bien. Que Zidane, entrenador del equipo con mayor presión del mundo, miente cuando dice que está tranquilo. Y que no es fácil, ni siquiera muchas veces divertido. Puta droga esta.

Mientras guardaba silencio


Individual o Zona cierra 2017 con solo veintidós entradas, mínimo histórico de un blog que cumplía siete años el pasado 23 de junio, víspera de una noche de hogueras que preludiaron, al menos en mi caso, un intenso verano de campus entre Béjar y Espinho pasando por Mallorca y Madrid. Aquellas fueron semanas de aprendizaje y crecimiento personal, puede que también profesional y, por encima de todo, preciosas oportunidades para conocer a un conjunto de personas que encuentran en el baloncesto una ligazón que convierte en secundario y prescindible todo lo demás.

Y aunque la mayor parte del tiempo guardara silencio, manteniendo a raya el impulso comunicativo que me lleva a escribir y publicar con alta periodicidad sobre este y otros temas, lo cierto es que 2017 ha sido un año productivo en cuanto al conocimiento del deporte, de la faceta educativa y didáctica que comporta y también de mí mismo, en cuanto que compañero inseparable (el hombre que siempre va conmigo) del entrenador y pedagogo que pretendo llegar a ser. Estas son algunas lecciones que aprendí:

1. Empieza por ti mismo. Pon orden en tu casa y tus asuntos. Llena de armonía tu salón. Pon nombre a los demonios para desmitificarlos, sacude con frecuencia las alfombras. Alcanza, en definitiva, una estabilidad en medio del temporal. Cuando entrenamos, mucho más que contenidos concretos o valores previamente tamizados, transmitimos lo que somos, el yo pero también su circunstancia.

2. Se trata del proceso. En efecto, se trata del proceso y no bastaría con escribirlo una tercera vez para poder interiorizarlo. Se trata del proceso (voy a probar, por si acaso), pero demasiadas inercias van a intentar desviarte de esta creencia. Se trata del proceso pero, si no tienes experiencia o principios muy sólidos, acabas cometiendo el error de perderlo de vista y enfocarte en el resultado, de compartir con tus jugadores que una victoria lo puede todo. Y entonces ya será tarde para quitarle dramatismo a la derrota, para hacerles comprender que el cómo va antes que el qué, y no solo en el diccionario.

3. Que la del entrenador sea una actividad solitaria es solo una posibilidad, una forma de hacer las cosas. Tras haber tomado contacto con entrenadores de gran nivel me he dado cuenta de que el camino es mucho más tortuoso si se camina sin mapa ni compañía. El túnel se convierte en un mirador si añades otros puntos de vista. La inclinada pendiente en un suave repecho si te espera, y lo aceptas con sinceridad y sin reparos, un gesto de comprensión y de ánimo al subir al autobús o al llegar a casa.

4. Si el sabor de las mieles del triunfo apenas sí deja un leve regusto en el paladar, una sonrisa discreta (o una gran celebración, da igual), no debemos dotar a la derrota de ínfulas inmerecidas e innecesarias. No es que triunfos y fracasos sean dos impostores, que también, es que son puntos finales o, como mucho, nuevos puntos de partida. Postales de puertos o playas que, en cualquier caso, debemos dejar atrás, en un modesto cajón de la memoria.

5. No deseches información, por anecdótica que parezca. Échale imaginación y verás que cualquier fuente de agua, por escaso que sea su caudal, puede terminar confluyendo y jugando a tu favor, aportándote claves imprescindibles en la dimensión humana y técnica. Este año he acudido a varias jornadas de formación para entrenadores y, sin ánimo de desacreditar lo que allí aprendí, las mejores enseñanzas me las dejó el kickboxing.

6. Más no siempre es más. Ni menos es siempre es menos. Con ello pretendo poner en valor el baloncesto de formación sin las connotaciones que lo terminan definiendo como una pasarela hacia la élite. Si de verdad, y no solo de palabra, creemos en que se trata del proceso, cualquier entrenamiento o partido es igual de importante, con independencia de la edad y la categoría, más allá de la atención mediática. Aunque no me hagan mucho caso, tal vez todo esto tenga que ver con que este año me encuentro muy vinculado a la categoría mini y me encanta la naturalidad con la que se juega, la nobleza con la que se comportan los jugadores y la ausencia de representantes en las gradas (salvo aquellos padres que no entendieron su papel).

7. Entrenar es un trabajo, sí, que requiere de vocación y formación, que exige planificar y ejecutar y que, como muchos otros, se realiza delante del público con el añadido de que se hace mirando a los ojos, no de funcionario a administrado, sino de alma a alma. Entrenar es una forma de educar como cualquier otra, que te hará tan rico o pobre como cualquier otra, pero que está claramente encaminada, si creemos en eso del proceso y no nos desviamos, a que las futuras generaciones, a lo largo de un exigente camino orientado a la mejora de las capacidades personales (en este caso driblar, pasar y tirar), puedan vivir bien, de forma honesta y sincera, comprendiendo al otro y aceptándose a uno mismo sin margen para la resignación o el conformismo. Entrenar es un trabajo se cobre lo que se cobre

P.D. Esto para un buen amigo que ayer mismo me comentaba que se avergonzaba de decirlo y para mí mismo, que llevo muchos años reduciendo aún más mi ya de por sí tenue hilo de voz al afirmarlo.


UN ABRAZO Y FELIZ 2018 PARA TODOS

Ese juego tan serio






Aquí me pillan, administrándome la dosis diaria de folio en blanco, la que necesito después de varios días inmerso en tareas baloncestísticas y, peor aún, tras una larga jornada tratando de argumentar por qué lo hago, qué fue lo que se me perdió en la sierra de Béjar o en los llanos de Alcalá para invertir siete días de mi vida por aquellos lares. A veces hay que recurrir a eso de “se trata de un sentimiento muy íntimo” o “no lo vas a entender” para zanjar la conversación. Incluso darles la razón puede ser una buena salida, antes de que te pregunten a qué te dedicas. A qué te dedicas de verdad.

Pero regreso contento. Mejor entrenador, diría, si ser mejor entrenador es haber hallado más y mejores preguntas y alguna que otra posible respuesta gracias al contacto con otros técnicos más experimentados y al tener que enfrentar nuevos y diferentes retos. Uno de ellos fue tener que cambiarme de uniforme y de máscara en menos de media hora, en el lapso de tiempo que medió entre la concentración de minibasket y la salida para el torneo cadete. En apenas treinta minutos hube de mudar el lenguaje, las formas, los discursos, los contenidos y los objetivos. En realidad no tanto –luego me di cuenta–, pues no cambiaron las dos canastas, el balón (aunque fuera más grande) y el amor de los chicos por la competición, por el juego, esa cosa tan seria.

Cambian, esto sí, las perspectivas, las dimensiones de los problemas, que se agrandan con la edad, a pesar de observarlos desde más arriba. No la convivencia entre iguales, creo, igualmente compleja por esta visión tan extendida en la sociedad de que los bienes en disputa (canastas, chicas guapas, minutos, reconocimiento,…) son necesariamente escasos y, por lo tanto, objeto de competencia dentro del grupo. Para mitigar esta creencia, hay que inculcar la “política” del pequeño detalle, la de la igualdad bien entendida (dar a cada uno lo suyo, no a todos lo mismo). Mejor antes que después, no vaya a ser tarde.

Hay que escuchar. Escuchar de verdad. Al otro y lo que dice el otro, no a tu interpretación, llena de prejuicios. Para inculcar disciplina hay que ser generoso y mostrar preocupación sincera. Para que doce jugadores, de la edad que sea, vayan a muerte contigo tienes que estar dispuesto a matar por ellos –y que lo vean. Liderar es un verbo regular solo en su conjugación. En su significado, dada su naturaleza polimorfa, está lleno de aristas.

Entrenar es (también) solventar una cadena de problemas eslabón a eslabón, comprendiendo la globalidad causal de los mismos, pero atendiendo su particular idiosincrasia, atajándolos uno a uno hasta que la montaña se desmorone. “A cada problema una solución” repetía una y otra vez uno de los más experimentados entrenadores con los que he compartido estos días. Y no hizo otra cosa que predicar con el ejemplo.


Así que lo volvería a hacer, sí, volvería a emplear otros siete días de vacaciones relacionado con el baloncesto. Aquí, en este erial donde todo esfuerzo vocacional, por el hecho de serlo, es recompensado parcamente, o en China o Estados Unidos, donde el entrenador de baloncesto, como el de gimnasia o atletismo, es un educador de referencia. Con chicos de cualquier edad, pero preferiblemente con chicos antes que con adultos. Pues, al fin y al cabo, se trata de un juego, de un juego muy serio y que me encanta. Y que se llama baloncesto.  

Lo que significa... y lo que no




El correo de esta mañana incorporaba una pequeña sorpresa: el título de entrenador superior correspondiente al curso de 2014 y al proyecto y las prácticas realizadas durante la temporada 2014-2015. Pequeña, digo, porque el secretario de la federación regional y del área de entrenadores ya había contactado conmigo para advertirme de su inminente llegada. Pequeña, digo, también, porque, una vez finalizado, el curso deja de ser un horizonte o una meta para pasar a ser un recuerdo, una agenda repleta de teléfonos o una diminuta semilla en medio de un vasto campo recién arado.

Muchas veces el título es como esa felicitación navideña que se extravía y llega por Carnaval, o como esa cita del médico para curar ese tobillo que, o ya está curado o listo para amputar. Quiero decir que hace la ilusión justa, pues uno ya está al corriente de su significado. A esta generación ya no le coge por sorpresa el hecho de que las credenciales, a las que tanto valor otorgaban nuestros padres, tengan en realidad un sentido simbólico o que sean, como mucho, un punto de partida, una invitación a seguir bregando en el barro, pues cuanto más conocido el camino, más enfangado se vuelve ante nuestros ojos.

Es más, diría que el diploma no tiene ni siquiera un significado filosófico profundo. Su carga de identidad es más bien sucinta. Yo no supe que era entrenador de baloncesto al matricularme del primer curso allá por el otoño de 2009, sino la primera noche que dormí mal tras una derrota, o al sonreír de forma bastante estúpida (a ojos de la gente) tras ver a un chico probar un nuevo gesto técnico o demostrar que había incorporado a su juego un concepto enseñado.

El título, como cualquier otro, es habilitante, pero ni siquiera diferenciador. Si España se caracteriza por ser uno de los países donde menos margen existe entre los salarios en función del grado de formación, en el baloncesto de cantera, por una suerte de acuerdo tácito que encierra en sí mismo muchas virtudes que no debemos olvidar, esta se reduce a la mínima expresión. Este modelo, a priori desincentivador, se sustenta sobre la base vocacional que nos conmina, sobre el desapego hacia lo material que se presupone en quien osa dedicarse a una cuestión tan secundaria en el ranking de “importancia” que las sociedades creen darse a sí mismas. La inversión en formación debe redundar necesariamente en un mejor rendimiento y este mejor rendimiento debe ser, en sí mismo, suficientemente satisfactorio: los chicos aprenden más rápido, el equipo juega mejor, el entrenador está más contento.

Pero claro, también es verdad que el curso no hizo sino aportarnos más dudas, más elementos para el debate que certezas sobre las que elaborar un método didáctico definitivo. En su propia identidad está la ausencia de un principio o método científico. Muchos caminos conducen al éxito y es amplio el poder que se le otorga al azar en un juego en el que diez voluntades distintas libran pequeñas batallas por el tiempo, por el espacio y por ese ser distraído que es el balón. Esta ausencia de sistemática, sumada a la incomprensible minusvaloración de los elementos pedagógicos en el currículum, hacen que los titulados lo seamos única y exclusivamente de baloncesto y que solo de baloncesto se nos permita hablar en sociedad. Pues de baloncesto, y no de educación, es de lo que sabemos; de ganar, y no de enseñar, piensan que es de lo que se trata (y a veces no damos a entender lo contrario).

Así que ahí está el título. Y mi padre, el hombre, quiere enmarcarlo como si su obtención hubiera sido un gran logro, como si ello me permitiera abrir un despacho y cobrar, como un profesional liberal cualquiera, sesenta euros por sesión terapéutica o de asesoramiento legal. Pero está bien que así sea. Verlo cada día en el frente de mi escritorio me permitirá recordar a aquellos amigos que hice en Zaragoza y la suerte que tengo de poder dedicar gran parte de mi tiempo y de mis energías a educar a través del baloncesto. Que eso es lo que intento hacer lo mejor que puedo. Gracias o a pesar del título. Y aunque al vecino del tercero no le resulte suficiente y siempre pregunte: ¿Y qué más haces?


UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS