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Los Estados Unidos del Baloncesto

 




Viaje con nosotros si quiere gozar. Ya la están cantando, ¿verdad? Viaje con nosotros a mil y un lugar. Y disfrute de todo al pasar. Qué gozada, nunca mejor dicho, esta canción de la Orquesta Mondragón con letra de Luis Alberto de Cuenca. Tanto que creo que es la que iba tatareando Fernando Mahía (A Coruña, 1990) en su viaje por Estados Unidos a bordo de una Dodge Grand Caravan de 2001 y del que extrajo el magnífico libro Coast to coast (Contra, 2022). Un viaje al corazón del gran imperio guiado por el hilo conductor del baloncesto, tal vez no el deporte más popular, pero sí el que mejor representa el carácter mestizo y la condición multiétnica y multicultural del país.

 

No es arbitraria, se lo dice un geógrafo, en ningún caso, la división por regiones que introduce el autor para planificar su viaje. Estados Unidos es también un país de contrastes, un país en el que poco más de doscientos años de historia han dado para mucho y han contribuido a explicar su actual distribución. Senderos, cordilleras, océanos y climas explican una parte, pero puritanos, forajidos, indígenas, políticos e incluso vaqueros, la mayoría hombres, pero también (y cada vez más) algunas mujeres terminaron de configurar su territorio como un mosaico en el que es fácil distinguir, como hace Fernando Mahía, al menos cinco espacios diferenciados: Nueva York (y alrededores), El cinturón del óxido ( fundamentalmente El Medio Oeste), El Corazón de América (los Apalaches y las grandes praderas), el Sur Profundo (marismas y casonas en torno al Delta del Mississippi) o un concepto amplio del Oeste a partir de la expansión decimonónica a costa de la población nativa y más allá de las Rocosas en busca de tierra virgen e incluso oro.

 

En todos estos lugares nos cruzamos con el baloncesto. ¿Por qué? Por lo universal de su lenguaje, su equitativo, aunque a veces injusto, mensaje. Una canasta fue suficiente para que Larry Bird no heredara el destino de su padre (alcohólico y suicida). Una canasta fue muchas veces el horizonte que guiaba el sueño americano, más allá de que su final fuera triste o crudo. Fernando Mahía no evita cruzarse con los hitos fundamentales de la historia del baloncesto, visita estatuas a las puertas de pabellones y puntos de interés arqueológico donde estuvieron los templos ya derruidos. Pero va mucho más allá y ahonda en los personajes secundarios de ciudades no siempre conocidas por el gran público.  

 

Hay muchos más perdedores que triunfadores en este libro, aunque no hay derrota completa en sus biografías ni historia exenta de pasajes dorados. Pero lo cierto es que al autor le cuesta mucho dar con ellos, pues su existencia es anónima, ya sea por vocación o necesidad. De la mano del autor conoceremos mendigos que fueron pioneras, antiguas estrellas reintegradas en comunidades indígenas o globetrotters que aceptaban su papel, y lo disfrutaban, a sabiendas del carácter exhibicionista que tenía este equipo, una suerte de «bomberos torero» del parqué. Entretenimiento para blancos ofrecido por empresarios blancos y trabajadores negros.

 

Me gusta mucho la mirada de Fernando, el modo en que esta traspasa el espeso muro de lo evidente o, peor, de lo aparente; la falsa verdad que ya existía en el paisaje antes de que su mortífero veneno llegase a los informativos y los espacios de debate. Y me gusta mucho más aún su oído, presto siempre a escuchar a quienes conservan una historia, presto siempre a distinguir de entre el ruido aquellas melodías que constituyen la banda sonora del país, de sus ciudadanos y también del baloncesto, tal vez el denominador común que mejor representa a una y otra nación, a todos los Estados Unidos y a un mundo en general que, aunque critica el modelo, no deja de imitarlo. En Coast to Coast hay jazz, hay blues, hay salsa, merengue, hay soul, hay sonido motown, hay hip hop, hay rock, hay pop en el sentido amplio. Quizá por eso, por no tener que elegir entre tanta buena música, entre tanta historia resumida en acordes y notas diferentes, yo también canturreo el Viaje con nosotros… mientras os invito a subiros en la Dodge de Fernando y viajar sin viajar por los Estados Unidos del baloncesto. Disfruten de todo al pasar. 

 

UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

Diario de un encierro. Día XLVI




Michael, ya eres historia de España


Hoy adelanto la publicación, me da igual lo que pueda pasar de aquí al final del día, qué puede ir peor: ha muerto Michael Robinson y con eso basta. Desde 1992, en mi caso, venía siendo uno más de la familia. Recuerdo como si fuera ayer sus correcciones tácticas en aquella maqueta de Atocha con su español con acento inglés que nunca fue perfecto, pero nunca, tampoco, mejorable, pues era ideal para su humor típicamente británico. Él mismo reconocería un día que podía hablar español perfectamente, pero que si lo hiciera se quedaría sin trabajo.

Los lunes eran mucho mejores gracias a que en El Día Después nos enseñaban la cara b del fútbol. Antes de que los medios empezaran a buscar el morbo, y los futbolistas decidieran cubrirse la boca al hablar, aquel programa nos rescataba lo que sucedía en el campo al margen de los planos habituales. Lo que el ojo no ve era también una radiografía de la España de copa y puro que despertaba a la democracia con la ingenuidad de un niño, que acudía al estadio en familia y aún era capaz de reírse de sí misma. Las rivalidades se resolvían, más allá de las actitudes fanáticas, con cánticos llenos de guasa. Los personajes políticos quedaban retratados en guiñoles y no pasaba nada.

Michael Robinson ha sido junto a Andrés Montes el mejor comunicador de deporte en nuestro país (seguro que me dejo a muchos pero hoy lo siento así). Ninguno de los dos bebió, precisamente, en las fuentes de la ortodoxia. Ambos entendieron en qué consiste el entretenimiento, cuáles eran las principales demandas de la persona que se ponía frente a un televisor. Andrés, porque conocía el medio, Michael porque había sentido el barro de los campos ingleses, las mieles del triunfo y el dolor del fracaso. Michael conocía a los futbolistas casi tan bien como a los espectadores. Tal vez por que jugó para una de las mejores aficiones del mundo: la del Liverpool, su gran amor.

Lo reconozco, muchas veces lamenté la poca simpatía que mostraba por mi equipo, el Real Madrid, por muy bien que la disimulara. Supongo que representaba unos valores muy distintos, una perfección casi obscena. Pero lo perdonábamos, la verdad, sus críticas eran siempre las mejor fundamentadas y al menos había que escucharlas. Y, por supuesto, si el elogio procedía de Robin es que lo estábamos haciendo muy bien. Valía doble.

En cualquier caso, la redención definitiva, el ascenso a los altares de la comunicación deportiva en nuestro país, lo alcanzó nuestro querido Michael cuando dio a luz al mejor programa de deporte de la historia de nuestro país, un serial de documentales llamado Informe Robinson que destila grandeza. Sí, grandeza en una época en la que los contenidos deportivos de la televisión se volvían cada vez más viles y miserables. No conozco mejor introducción al deporte, para nuestros hijos, sobrinos o nietos, que un programa al azar de Informe Robinson.

En fin, Michael, nunca caminarás solo.  Nunca estarás más solo que la una, aunque sé que allá donde estés intentarás rematar cualquier balón llovido, cualquier centro al área. Eres historia del fútbol, eres historia del deporte, eres historia de España.



UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

Felices 125



No creo que al profesor Naismith le importara demasiado que aquel deporte que ideó para motivar hacia la actividad física a estudiantes que se formaban para administrativos, cumpliera en el día de ayer ciento veinticinco años. Haciendo de la necesidad –del frío invierno de la costa este norteamericana y lo angosto del gimnasio del YMCA en el que trabajaba– virtud, este docente canadiense afincado en Massachusetts, convirtió un juego colaborativo en el germen de uno de los tres deportes más populares del mundo en nuestros días. Trece simples reglas bastaron. Trece preceptos planificados en una tarde de encierro en la habitación. En la soledad de su cuarto, practicando el aburrimiento y la imaginación –actividades relegadas por incómodas en nuestros días–, sentó las bases del baloncesto como deporte de cooperación, promotor de una filosofía humanista cristiana, y fundado en la base de la primacía de la habilidad sobre la fuerza, de la destreza en oposición a la violencia.  

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