Al nordeste de la ciudad




Han pasado más de dos décadas. Fue en Radio Voz, durante la temporada del histórico doblete del Atlético de Madrid. Cada semana, antes y después de que el equipo dirigido por Radomir Antic disputara su encuentro, Andrés Montes clamaba aquello de “algo se mueve al sur de la ciudad”. Esta frase, una más dentro de un amplio catálogo de chascarrillos ingeniosos, conectaba con la audiencia colchonera y la rescataba de las pesadillas anticipadas de un nuevo lunes en la fábrica o la oficina. El pequeño locutor sabía cómo entretener y entusiasmar aprovechándose de la asombrosa existencia de las ondas electromagnéticas y la radiodifusión, de esa magia que concede la distancia física entre el emisor y el receptor del mensaje.

Esta semana he podido comprobar cómo otro sector geográfico de la capital reclama para sí un merecido protagonismo. Como técnico de la séptima edición de los Golden Basket Camp, he comprobado que no hay otro sitio como Madrid para entablar relaciones y establecer contactos en ámbitos muy diversos, en este caso el baloncesto. Más aún si, como sucede en Daganzo de Arriba, se juntan unos cuantos locos y empiezan a dar forma a un proyecto humilde pero ambicioso anclado en el amor al deporte y la firme creencia en unos cuantos valores. No demasiados. Los suficientes.

Cuando acepté la propuesta de Raúl Moreno, director del campus y entrenador del primer equipo del Baloncesto Daganzo CDE, con quien tuve la suerte de coincidir en el Curso de Entrenador Superior hace ya tres años, lo que más me apetecía era conocer otra realidad baloncestística, saber qué se viene haciendo en otras coordenadas geográficas y acceder a nuevos y enriquecedores puntos de vista. Como cicerones de todo ello, conté con la inestimable colaboración de Felipe Rodríguez, entrenador del club, y Cedric Arregui Guivarch, también compañero en el curso. Viéndolos trabajar y comunicarse con los chicos engordé mi mochila de conocimientos y posibilidades didácticas de cara a futuras temporadas, aunque agradeceré el reposo que me ha de llegar el próximo 2 de agosto para iniciar el necesario proceso de reflexión, ese que otorga sentido y separa lo esencial de lo anecdótico. 

Del campus destacar la orientación claramente volcada al trabajo y la mejora, la ética del esfuerzo con la que primero se comulga y luego se pregona. Con una ratio de cinco a siete jugadores por entrenador es muy sencillo dar calidad a las tareas y, fundamentalmente, a las correcciones. Me gusta la idea de que los campus sirvan para abrirle a los chicos una ventana de posibilidades y motivarlos para que se asomen a través de ellas. Muchos de ellos, de hecho, conocieron posibilidades técnicas y conceptos de táctica individual absolutamente nuevos. Ahora los reconocerán en la tele y los practicarán en los parques. Así, de esta manera, poco a poco habrá más “baloncestohablantes” en el mundo, un idioma claramente vinculado a los dialectos de la solidaridad, el trabajo y la fe, los mismos en los que Moussa Diagné (pívot del Barcelona) y David Sainsbury (Monk, primera división belga), jugadores invitados, se dirigieron a los chicos en una lección de humildad y simpatía. 

De nuevo en lengua castellana, en la de un ciudadano de a pie cobijado en un dormitorio cualquiera de la España vacía, echo de menos esa vida baloncestística que se respira en Madrid, donde, además de un metro siempre a punto de partir, hay un loco en cada esquina, un soñador que no entiende de lindes, autoprofecías catastrofistas ligadas al cultivo de la tierra o atávicos miedos que invitan al conservadurismo. Desde el silencio de una Salamanca veraniega aún me llega el eco procedente de Daganzo. En la voz de Andrés Montes escucho “algo se mueve al nordeste de la ciudad” mientras me envuelvo en la paz y envidio, al mismo tiempo, el movimiento. 

Gracias por todo, chicos. ¡Volveré!


UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

RF5=(28*15)^2





Hace menos de cuarenta y ocho horas regresaba a Salamanca procedente de Mallorca dejando atrás siete días de emociones intensas en el Campus Rudy Fernández, una cita que se ha consolidado como hito imprescindible en el calendario veraniego de este tipo de eventos. El cansancio, que hizo del trayecto en autocar entre Madrid y Salamanca un parpadeo, se mezclaba con el aluvión de recuerdos que poco a poco irán haciéndose hueco en la memoria a largo plazo hasta formar parte de mi biografía.

Cuando Alberto Miranda, entrenador ayudante en UCAM Murcia, me comunicó su interés en que formara parte del equipo de este campus no lo dudé. Comprobé que no habría incompatibilidades con otras citas y confirmé mi presencia expresando de forma tácita mi deseo de compartir experiencias y teorías con otros entrenadores, de seguir aprendiendo de los chicos a través de esas dos fuentes de conocimiento que son la observación y la escucha atentas. También de aportar, claro, en la pista y fuera de ella, en todos los ámbitos que fueran necesarios para que más de doscientos jóvenes de entre 8 y 18 años pudieran convivir de la manera ejemplar que lo hicieron.

Nada más llegar a Pollença, además de conocer los efectos de la humedad, comprendí que, si la marca “Rudy Fernández”, su valor intrínseco y su capacidad mediática, bien pudiera llenar uno, dos y hasta tres campus por sí sola, su organización, en cambio, es ante todo un ejemplo de empresa familiar capitaneada por Marta, la hermana mayor del jugador del Real Madrid y, no lo olvidemos, ex jugadora de élite con experiencia en la WNBA. El binomio que esta forma junto a su pareja, el ya mencionado Alberto Miranda, es el ancla que soporta el peso de toda una estructura que, durante una semana, adquiere una dimensión difícilmente manejable.

El número de Dunbar nos viene a decir que la cantidad de individuos que pueden desarrollarse plenamente dentro de un sistema es de 150 personas. Hacer funcionar una comunidad bastante mayor (en torno a 270 personas entre jugadores y monitores) no es nada sencillo, aunque se establezcan grupos, se fijen rutinas y protocolos, se especialicen roles y todas las noches se realice una reunión de control y planificación del día siguiente. Pero lo cierto es que se consiguió y que la maquinaria funcionó de forma eficiente a lo largo de toda la semana, fundamentalmente gracias a un grupo humano que entendió enseguida cuál era su misión.

Gracias a eso, a la labor de coordinación y a una solidaria y eficaz ejecución de las tareas, los chicos pudieron disfrutar de un modelo de campus no apto para naturalezas perezosas o corazones enfermos. Y es que además de una oferta variada de baloncesto, que incluía entrenamientos de calidad pero también una amplia variedad de juegos y competiciones (incluida el famoso “Tu momentum”, en el que chicos y chicas tratan de imitar una acción propuesta por Rudy), los chicos pudieron disfrutar de la práctica de otros deportes, la realización de talleres y actividades de tiempo libre, visitas de jugadores de élite, viajes a un parque acuático y a la playa o actividades educativas orientadas a temas tan prioritarios en nuestros días como el reciclaje o una buena alimentación.

Todo eso y mucho más. Sobre todo una intensa convivencia basada en los valores de respeto y cooperación que nuestro deporte lleva en el ADN desde hace más de cien años. Una vida en comunidad que terminó diluyendo, sin extinguirlos, los diferentes acentos e idiomas hasta terminar expresándose en el lenguaje de las emociones, que es también el del baloncesto. Emociones que no pudieron contenerse (¿acaso deben?) en el momento de la despedida, en ese “pobre de mí” que anuncia un largo periplo alejados de todas las amistades que se hicieron entre literas, vasos de desayuno, bailes de moda y, sobre todo, que nadie se olvide, en los 28x15 de ese rectángulo de los sueños que es una cancha de basket.


UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

Pequeña gran experiencia




Hay pocos sonidos más estremecedores que el de un campus de baloncesto recién finalizado, ese silencio que invade el albergue cuando el último chico sube al autobús que lo dejará de vuelta en casa. Atrás queda el ruido de balones, el entusiasmo por acceder el primero a la máquina de gominolas o al surtidor de chocolate. Más aún si la actividad es de Minibasket y los chicos no pasan de los once años, una edad a la que aún no tienen cabida las confesiones íntimas, susurradas, y la expresión del yo, por sincera, se hace necesariamente en voz alta.

El pasado domingo experimenté esta sensación de vacío que he descrito, ese derrumbe que sigue al júbilo y que, por oposición a este estado de ánimo, delata que fue una semana intensa, repleta de acontecimientos y emociones. Por suerte, aunque el campus mini de la Federación de Baloncesto de Castilla y León finalizó con éxito (sin incidencias reseñables y con un notable y generalizado ambiente de satisfacción), el camino no ha hecho más que empezar. Y es que el pasado enero fui requerido por el secretario técnico de la federación para ser el entrenador ayudante de la selección regional de minibasket, un puesto que acepté sin saber aún quién serían el entrenador principal y el delegado, consciente de todo el esfuerzo que requerirá la adaptación a una categoría que no he visitado mucho y de la que he sufrido un instantáneo enamoramiento.

Y es que en minibasket el sesudo lenguaje del baloncesto se simplifica hasta desentrañar las claves más aparentes del juego. Ayudar es ponerse delante del jugador que avanza liberado con el balón hacia nuestra canasta. Usar las manos es ir a robar como buenamente intuya el chico o la chica. Defender la línea de pase, algo tan sencillo como evitar que el jugador que defiendes reciba la pelota (y es peor si lo hace estando más cerca de tu canasta que tú). En minibasket, más que en ninguna otra categoría, se vuelve imprescindible eso que a veces olvidamos: que el baloncesto es un juego en el que hay que correr, saltar y “pegarse”: contactar antes de coger un rebote, luchar por un balón suelto o para evitar que el atacante se aproxime a nuestro aro. En Minibasket está permitido cometer errores y prohibido jugar andando para no hacerlos. En Minibasket están permitidos los tiros abiertos y casi prohibido no hacerlos. En Minibasket hay que dar siempre ese pase que el chico ve, aunque se pierda, y sienta mal ese bote de más, el abuso de la individualidad. Ni hablar del reproche entre compañeros o el gesto al aire.


Afronto encantado la aventura. Muy bien acompañado en el viaje y con un cuaderno de apuntes siempre a mano para tomar notas de conceptos y metodología, pero sobre todo para aprender de la ingenua y primitiva percepción de la cancha y de la vida que tienen los niños, esa de la que tantas veces hubiera querido disponer mientras rellenaba papeles, mediaba entre adultos o diseñaba sistemas en la pizarra.  

UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS