La pasada noche se cerró el mercado de traspasos de la NBA y hubo importantes movimientos. Podría estar horas reflexionando sobre aspectos deportivos, sobre equipos que mejoran y otros que piensan en el futuro adquiriendo jugadores que finalizan su contrato. Pero no. No es el momento.
Prefiero dejar por escrito todo lo que pienso acerca de esas enormes masas de músculos definidos y singular talento, esos privilegiados que cobran sueldos impensables para los mortales y que disfrutan haciendo lo que siempre soñaron desde niños.
Menuda envidia, pensaréis. ¿Quién no renunciaría a madrugar para ir al curro, a comprar el pan en el comercio de siempre, a tener sólo una humilde vivienda por coger un billete de American Airlines y firmar un contrato con cualquiera de las franquicias de la NBA? De cabeza, ¿no?
Pues sí. Pero no. Ayer hubo muchas lágrimas acompañando el sonido inconfundible del broche de una maleta cerrándose. En el vestuario de los Celtics hubo incluso más sollozos que durante el fatídico día del 17 de junio en que perdieron la final. Al fin y al cabo entonces estaban juntos, todos juntos. Y ya no. Rondo se negó a hablar, Pierce lo hizo de decisiones que no se entienden, del carácter de mercadería que acompaña a algunos jugadores de la NBA que no pueden colgar la ropa en sus armarios porque no son de nadie y a la vez son de todos.
"Al final del día somos profesionales". Ésta era la frase que más se escuchaba en numerosos pasillos de diferentes pabellones durante el día de ayer. Resume en breves palabras lo que sienten la mayor parte de los jugadores de una liga y de unos clubes que manejan los designios de sus empleados de una manera que ni siquiera los adormecidos sindicatos de nuestro país dejarían pasar. Pero claro, cobran mucho dinero.
Y mientras algunos son tratados como las antiguas piezas de Indias, otros (éstos sí privilegiados) se cargan a sus entrenadores como si Utah Jazz fuera el Real Madrid (por cierto, a Deron ya le llegó su particular San Martín aterrizando en New Jersey) de la época de Mendoza o deciden su destino sin importarles un carajo lo que pueda pensar ese pequeño aficionado que porta una camiseta de su ídolo que le llega a los tobillos gracias a las renuncias de sus padres trabajadores. Estos Carmelos, Lebrones o Derones no me gustan nada aunque actúen con plena potestad haciendo valer su mayor categoría sobre la cancha para ejercer presión sobre sus jefes.
Menos me gustan aún esos propietarios y agentes que manejan a sus currantes y empleados como si de esclavos ricos y sin cabeza se tratasen (algunos se ganan a pulso este trato también es cierto). Y no incluyo a Danny Ainge en este grupo de Maquiavelos de los despachos. No lo hago porque también rodaron lágrimas por sus mejillas. Y también por las de Doc. Y es que de Danny Ainge no tengo dudas de que su verdadero amor son los Celtics, sus Celtics. Mis Celtics. Otra cosa será saber si habrá acertado. Si anteponer una presumible mejora jugador por jugador puede superar el efecto que este traspaso puede tener sobre la química de un vestuario que ha conocido la gloria del triunfo y el pesar de la más dolorosa derrota. Rieron y lloraron. Juntos.
Y ésta es la intrahistoria de una liga global que se alimenta tanto de mercenarios como de mercancías, que gana mucho dinero gracias a los primeros, pero que subsiste porque también hay de los segundos. Sí, los de la maleta siempre preparada.
Perkins, Gerald Wallace, Troy Murphy y tantos otros. Qué tengáis un buen viaje.
UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS