Sostengo, y cada
día que pasa me reafirmo, que una buena pretemporada para cualquier entrenador
de cualquier deporte, individual o colectivo, pasa por estar atento a los estímulos
provenientes de diversos campos de conocimiento, por conversar con personas de
diferentes estratos sociales, de distintas nacionalidades y generaciones, con
distintas inclinaciones y gustos. Pasa por vivir con los sentidos activados y
aprovechar la oportunidad que el verano nos concede en forma de tiempo e
interacciones lejos del entorno de trabajo cotidiano y necesariamente formal.
También debe
incluir estudio y dedicación a la materia específica, a las asignaturas propias
de los cursos de preparación que no dejan de ser las que debemos seguir
cursando toda la vida para adaptarnos a los tiempos y las innovaciones que el
baloncesto ha ido incorporando tanto para sofisticarse y profesionalizarse como
para asumir una necesaria especialización y un aparente cientifismo que nos permita
igualarnos y compararnos con los expertos en otras cuestiones. Lo tengo claro,
los entrenadores de baloncesto estudiamos para ser más competitivos en el
ejercicio de nuestra profesión, pero también para situar a este oficio en una
categoría que nos haga sentir orgullosos como colectivo.
Y esto está bien, desde luego, pero conviene
recordar que esta alocada carrera por parecer más especialistas, más científicos,
más expertos nos conduce a toda velocidad al punto de partida: a la necesidad
de comunicar. Y comunicar, seducir, construir un discurso común alrededor de
decenas de individualidades requiere de capacidades innatas como el carácter o
el temperamento (uno es líder antes de saber que lo es), pero también de un
sentido de la verdad y la bondad que, como ya apuntaban los griegos, solo puede
partir del conocimiento del bien, de la virtud. Una comunicación sincera requiere
de un conocimiento del otro y de uno mismo que permita el hallazgo de las semejanzas
que tenderán el puente y las diferencias que lo harán más rico y estable.
Un liderazgo
honesto y admirable requiere de un amplio conocimiento de la naturaleza humana,
un conocimiento que solo puede partir de un amplio bagaje vital, un bagaje
vital que solo el acceso a la cultura puede ampliar estirando el tiempo de que
disponemos. La lectura, la música, la pintura o el cine no son solo elementos
para la evasión, «vidas de repuesto», que diría José Luis Garci, sino también herramientas
que ensanchan el tiempo, que nos conducen a lugares cuya visita nos llevaría meses,
años, vidas y que, además, enriquecen cada experiencia dotándola de un
contexto, de una mirada diferente y amplificadora.
En una reciente
visita a la sinagoga del agua, en Úbeda, la guía nos recordó cómo los judíos enseñaban
a leer y escribir a sus hijos porque siempre estaban expuestos a una expulsión,
a un trágico desenlace. Lo único que llevaban lo llevaban consigo, este sería
su único patrimonio imperecedero (o que, en caso de morir, moriría con ellos). Su equipaje material era necesariamente ligero, pero todo lo que
necesitaban para sobrevivir y prosperar en nuevos vergeles o desiertos eran sus
conocimientos aprendidos y memorizados.
Todo lo que
tenían era memoria de pasajes de la cultura popular y oral hebrea, técnicas de
cultivo o nociones básicas de arquitectura. No podrían echar mano de sus
textos, no podían acumular el conocimiento en bibliotecas, pues no gozaban de
ese tiempo para engordarlas del que solo disponían los grandes imperios. Pero
tenían memoria, experiencia vivida y transformada por una cultura propia y una
herencia no cuantificable pero inmensa que terminaría definiendo su manera de mirar
y estar en el mundo.
Hoy depositamos
este conocimiento en bancos a los que acudimos puntualmente con nuestro lector
de huellas digitales o cualquier otra sofisticada forma de acceso. Nos hemos
centrado en ampliar y, ya digo, sofisticar y adornar el conocimiento en bruto para, de
alguna manera, situarnos en la sociedad, definirnos y agradar a los nuevos
zares y reyes. Pero ese conocimiento es inútil, yermo, si no ahondamos en la importancia
de nuestra mirada, en el conocimiento previo que conecta al aprendiz, en este
caso nosotros, con el conocimiento nuevo. No habrá intercambio de ideas cuando
un cerebro vacío se cruce con una máquina llena, de una inteligencia tan
superior que, aun hablando técnicamente nuestro idioma, lo hará con un nivel de
conceptos tan superior que conducirá al silencio, a la incomprensión, al sentimiento
de inutilidad de unos y otras.
En fin, concluyo
esta defensa del conocimiento no puramente científico, de la conversación informal, del
hallazgo inesperado y de la necesidad de armarnos de una aproximación humanística
y multidisciplinar admirado por lo que pude ver en el concierto de fin de
curso, conmemoración del 75º aniversario del coro de la Universidad de Salamanca
(y del 40º aniversario del coro de cámara). No solo a nivel técnico, sino también,
como os decía, a nivel humano y emocional. Bernardo García-Bernalt dirigió el
coro por última vez tras una dilatada carrera que empezó, como director de la
coral, en 1990, pero, de no haberlo sabido con antelación, hubiera sido imposible
darse cuenta.
Es cierto, Bernardo
incluyó un homenaje a su abuelo, de mismo nombre, eligiendo un tema de su
autoría y, es cierto, hubo algunas lágrimas en el escenario, pero ninguna suya.
Bernardo García-Bernalt se fue, parafraseando las palabras de mi estimado y
fallecido poeta Vicente Rodríguez Manchado, como si al irse no se fuera,
consciente de que lo verdaderamente importante es que la música siga sonando,
que se siga cantando en la universidad de Salamanca, en la ciudad, en la
región, en el país y en el mundo, consciente de la grandeza de la música en comparación
con su humilde, aunque gran aportación.
Por tanto, en
honor al maestro y su última lección, no queda otra que lanzar el balón al aire
y dejar que se siga jugando. Y, si puede ser, cada día un poco mejor, aunque
será difícil, y nos llevará horas y fórmulas matemáticas, definir esto.
UN ABRAZO Y BUEN
BALONCESTO PARA TODOS
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